Afinidad

¿Qué tan difícil podía ser transportar a la delegación diplomática de Eros?

 

(Lectura de 50 minutos)

1

La muchacha de los ojos oscuros se detuvo antes de asomarse desde el túnel de mantenimiento. Más adelante, en la bóveda pétrea que cobijaba al espaciopuerto de Eros, la astronave no estaba sola.

Los terrícolas serían fáciles de evadir, pero permanecían aún varios de sus compatriotas; si alguno tenía la idea de mirar hacia donde se encontraba, su aventura terminaría antes de empezar.

Retrocedió hasta quedar más allá de su alcance y se sentó en el duro piso, crudamente tallado en la piedra del asteroide, dispuesta a aguardar cuantas rotaciones fuera necesario.

Ninguna espera le haría retroceder. Debía responder al llamado que había recibido al oír sobre esa astronave. La Monte Verde, le dijeron que se llamaba. El primer navío en visitar Eros desde la secesión, cuya llegada cimentó su hasta entonces descabellada idea de emigrar a la Tierra. Lo intentaría aunque debiera hacerlo a escondidas, afrontando cualquier riesgo, escondida entre el equipaje de la primera delegación diplomática de la colonia.

Se puso de pie y avanzó por el suelo pedregoso. Una oleada de satisfacción la invadió: los terrícolas estaban solos ahora. Podía, en consecuencia, acercarse sin ser percibida por otros erosinos.

Se dejó caer en la plataforma metálica que llevaba a la astronave y, agachándose, observó las reacciones de los terrícolas. Eran tres: un hombre alto, cuya frente comenzaba a avanzar sobre su cabello, todavía negro como su tupida barba; otro más joven, rubio, de mandíbula bien definida y cuerpo atlético; y por último una mujer de su edad, pero más alta y fuerte. Parecían sumidos en una conversación amena, porque de vez en cuando reían y se empujaban. El hombre rubio apenas hablaba; la mujer se expresaba con grandes aspavientos.

Una tibieza le recorrió el cuerpo. Era claro que los terrícolas formaban vínculos similares a los de su propia gente. Sus músculos se tensaron bajo la presión del traje térmico cuando el hombre alto habló y los otros dos asintieron antes de perderse al interior de la nave. Sin verlo, siguió cada uno de sus movimientos: largas miradas al pasillo de acceso al espaciopuerto, pasos impacientes por la plataforma, la presión de sus manos contra la baranda. Él estaba tenso como ella, aunque por razones diferentes.

Acercarse sería aun más sencillo. Atenta a sus movimientos, la muchacha fue saltando de escondite en escondite hasta ubicarse tras una pila de contenedores de carga. Frente a ella se extendía un tramo recto de plataforma, de unos diez metros, directo a la escotilla de la nave. El hombre alto se inclinaba sobre el barandal, dándole la espalda.

2

—En momentos como este, ¿no te daría gusto haber instalado cámaras en el compartimiento de carga, comandante? —dijo la mujer, reclinándose en la silla de piloto.

—Odio tener que admitirlo, pero Octavia tiene razón —dijo el ingeniero de sistemas—. Deberías haber mejorado la seguridad para esta misión.

El comandante Sydney se acarició la negra barba antes de contestar.

—No es una «misión», Dixon. Es un contrato de transporte. Que los pasajeros provengan de Eros no nos pone de vuelta en la milicia. El Alto Mando nos contrató en reconocimiento a nuestro prestigio como transportistas, no como mercenarios.

—Oh, vamos, no seas ingenuo. Si una colonia disidente se muestra dispuesta al diálogo por primera vez en 30 años, es lógico que el Alto Mando se lo tome con desconfianza. Esa es su verdadera razón para contratarnos: necesitan personal con pasado militar, preparado para enfrentar cualquier jugarreta, como lo que sea que pretendan al plantar eso en el compartimiento de carga. —Señaló al punto parpadeante en su consola—. ¿Qué haremos ahora?

—Iré allá para averiguar de qué se trata —dijo el comandante, poniéndose de pie en la estrecha cabina de la nave, en la que apenas cabía.

La Monte Verde cumplía bien con ser una astronave cómoda para los pasajeros, pero lo hacía a costa de sacrificar el espacio destinado a la tripulación. Muestra de ello era su cabina, situada en la proa, que apenas podía contener a sus tres tripulantes. La piloto realizaba su trabajo desde su puesto en el centro y adelante, rodeada por tres ventanillas; el comandante se situaba más atrás, a babor; y el ingeniero, enfrentado a una consola enorme, completaba un ajustado triángulo a estribor.

—¿Irás tú solo? —preguntó Octavia, clavándole la mirada.

—No del todo. —Sydney palpó la discreta arma que llevaba en el cinto, la única autorizada a bordo—. Estaré en contacto.

Dio media vuelta y enfrentó la puerta de la cabina. Tras una breve espera, la luz de advertencia pasó del amarillo al verde y las hojas se hicieron a un lado, invitándolo a pasar a la esclusa de seguridad. La atravesó con toda la prestancia que le permitían sus botas magnéticas.

Habían cortado ya la aceleración y caían ahora libremente hacia la órbita de la Tierra. En unas semanas desembarcarían a sus pasajeros en lo que sería un hito en la historia de la naciente empresa de transporte espacial de Sydney, quien la había fundado al abandonar la milicia. Quizá entonces podría permitirse calmar la susceptibilidad de Octavia instalando las cámaras de seguridad.

Un encargo importante como el actual era una excelente oportunidad para consolidarse. Sin embargo, conociendo al Alto Mando, Sydney esperaba encontrar la trampa en cualquier momento. Lo mejor sería resolver cuanto antes, y con la mayor discreción posible, el misterio de la huella de calor en el compartimiento de carga.

El comandante atravesó el breve pasillo que conectaba la cabina con el vestíbulo central, a cuyos costados se ubicaban los camarotes de la tripulación. Descendió las escalinatas hacia la sección inferior y se identificó frente a la puerta del compartimiento de carga. Las luces se encendieron en el interior, preparándose para su ingreso.

—Al final de la penúltima hilera, a tu derecha —dijo la voz de Dixon en el transmisor que Sydney llevaba en el hombro.

Avanzó por el pasillo principal, atravesando los altos anaqueles que se extendían a babor y estribor. La delegación de Eros constaba de solo doce personas; abundaban los huecos entre la carga. Observó a través de ellos sin percibir movimiento alguno.

Al llegar a la hilera número dos giró a la derecha, siguiendo la indicación de Dixon. Estaba ante un pasillo como cualquier otro. Se rascó la cabeza antes de avanzar hacia el extremo.

Solo se oía el sordo sonido de las botas al pegarse al suelo metálico. Sydney daba cada paso con decisión, convencido por el silencio de que se trataba de un simple error en los sensores, o la fuga de algún material.

—No hay nada aquí —dijo, inspeccionando los cerrojos de los contenedores cercanos.

La estática precedió a la intervención de Dixon.

—Espera dos minutos —dijo—. La marca aparece cada quince y de la última vez ya van trece. Es bastante regular.

Sydney habló en cuanto se cumplió el plazo.

—¿Y bien?

—Debería producirse en cualquier momento. Espera.

Pasó un minuto, luego dos, luego varios más.

—Ahora que estás ahí, la marca de calor no aparece. Solo veo la tuya.

Sydney iba a decir algo sobre el calor de su cuerpo, pero Dixon volvió a hablar:

—Una gran marca sobre el pasillo tres, en el lado opuesto… —La estática lo interrumpió.

Sydney se asomó por entre los contenedores que dividían ambos pasillos. Miró en dirección al otro lado de la nave, pero no vio nada.

—¿Dixon?

Estática y de nuevo la voz:

—Arriba, comandante, arriba.

Alzó la vista y por primera vez oyó un golpe que no provenía de sí mismo. En el nivel más alto, un contenedor se desplazó y quedó flotando sobre el pasillo, ingrávido como todo lo demás.

Sydney extrajo su arma y apuntó.

—Sé que estás ahí. Ahora asómate despacio.

El silencio volvió a invadir el compartimiento de carga. Nada más se movía. Sydney, recostado en el anaquel que había atravesado, usó una mano para desactivar las botas magnéticas mientras empuñaba el arma con la otra. Liberado de esa falsa gravedad, se impulsó hacia arriba, buscando alcanzar la misma altura del fugitivo.

Se detuvo en el techo al tiempo que Dixon decía:

—Nada ahora, comandante. Pero volverá a aparecer.

Sydney se impulsó hacia el contenedor flotante. No encontró a nadie, pero el evasor no podía estar lejos.

—Podría extraer el aire de este compartimiento —dijo a los anaqueles—. Morirías asfixiado.

Pero ignoraba si el fugitivo contaba con un traje espacial. Así que prefirió callarse y esperar un nuevo intervalo.

Pasaron veinte minutos más, durante los cuales Sydney registró sin éxito las hileras cercanas. Dos veces los contenedores se movieron, y dos veces persiguió una corriente de aire que se perdió entre las sombras.

—Debe estar caldeado dentro de ese traje térmico —dijo—. Veinte minutos almacenando calor…

Un flujo de aire caliente silbó adelante.

—Hilera siguiente, comandante. Al centro y abajo, por tu mitad.

Era inútil continuar con ese juego. Sydney se impulsó por el pasillo principal en dirección al silbido, pero atravesó no una, sino dos hileras.

Apuntó hacia abajo y vio a una muchacha de ojos oscuros, agachada tras uno de los contenedores, enfundada en un traje térmico cuyo casco solo dejaba su rostro a la vista. Ella se le quedó mirando sorprendida; Sydney debía hacer algo para detenerla antes de que recuperara el aplomo.

Desvió el arma e hizo fuego. En el lugar del impacto, el metal del piso se puso al rojo vivo.

—La próxima vez no fallaré. Deténgase ahí mismo.

La intrusa se quedó quieta, respirando pesadamente.

—Quítese el casco y abra su traje. No hay necesidad de seguir ocultándose.

Ella liberó los seguros en su nuca y empujó el casco hacia arriba.

—Despacio —dijo Sydney.

El casco resbaló suavemente de la cabeza de la muchacha y quedó flotando en el espacio entre ambos. Sydney se impulsó hacia abajo y, una vez que alcanzó el piso, se irguió.

Frente a él, la muchacha se quitaba la gorra, descubriendo una cabellera tan oscura como sus ojos. La transpiración le cubría por completo las delicadas facciones, y todavía respiraba con dificultad.

—No hable, e hidrátese si tiene con qué. Esos trajes están diseñados para una circulación de aire continua.

Seguía apuntándole. Ella extrajo una manguera desde el interior de su traje y comenzó a beber un líquido azul.

—Debería agradecerme por descubrirla. De haber continuado en ese régimen de hipertermia y deshidratación, a las pocas horas se habría desmayado. Y, estando dentro de un traje manipulado como el que lleva, no despertaría jamás.

La muchacha se reclinó exhausta y quedó suspendida sobre el piso. Sydney habló con Dixon:

—Prepara la enfermería, y un camarote como celda. Separado del área de pasajeros.

—En el sector de la tripulación, entonces. ¿Es lo que creo?

—Supongo que sí. Tenemos nuestro primer polizón… Corrijo, polizona.

3

Sydney negó con la cabeza para reafirmar su decisión.

—No podemos liberarla. Embarcarse sin autorización en una astronave es un delito contra el código penal terrestre.

La canciller dio unos pasos hacia el comandante, que permaneció sentado. Sus ojos brillaban con la más fría de las tonalidades del azul. El ruido de sus pisadas inundó el pequeño despacho.

—Pues no lo es de acuerdo con las leyes de Eros.

Sydney gruñó internamente. Eros tenía solo un espaciopuerto pequeño y unos cuantos esquifes destinados a desplazarse a las rocas más cercanas. Era improbable que entre sus leyes hubieran considerado castigos para los polizones. La canciller Ainsley no intentaba ser razonable. Ella simplemente no cedería.

—Se encuentra a bordo de una nave terrícola, canciller. Está obligada respetar nuestro código penal.

—No estoy obligada a nada. Estamos todavía a quince millones de kilómetros de la Tierra. ¿Lo entiende, comandante Sydney? Equivale a encontrarse en aguas internacionales; sus leyes no aplican aquí.

—Las leyes terrestres aplican a los navíos terrestres. Por lo tanto, estoy obligado a dar cuenta y entregar a la intrusa a las autoridades.

Ainsley dio un paso más, revelándole en mayor detalle sus curtidas facciones. Sydney tuvo la absurda impresión de que la canciller de Eros iba a abofetearlo.

—En tal caso —dijo ella—, no iremos a la Tierra. Le ordeno llevarnos de vuelta a Eros.

—¿Qué? Eso es imposible, el viaje espacial no funciona de esa manera.

Sydney se interrumpió. Más allá de que dicha maniobra fuera físicamente irrealizable, ello significaría un fracaso para su compañía. El Alto Mando no volvería a considerarla. No conseguiría otros contratos de alto nivel, ni más transporte de VIPs. De ese golpe no se recuperaría. Pensándolo bien, habría preferido la bofetada.

—¿Me cree estúpida? Sé que no es cosa de acelerar la nave en reversa. Continuaremos como estaba previsto, pero en lugar de desembarcarnos en la órbita de la Tierra, emprenderemos de inmediato el viaje de regreso, sin realizar escalas.

Lo que ella demandaba tomaría más tiempo y recursos, pero seguramente era viable, aunque no podía decir lo mismo del futuro de su compañía en ese escenario.

—Un momento, canciller. Por favor tome asiento. ¿Le apetece un café?

La expresión gélida de ella le informó que no. Sydney se puso de pie y fue a un costado del despacho a beber una ración de agua.

No podía ignorar que se enfrentaba con una de las fundadoras de la colonia. Ella había sido responsable, en parte, de la decisión de independizarse de la Tierra. Sin duda se trataba de una extremista; una fanática. Despreciaría a cada uno de los terrestres, incluido el propio Sydney. Haría cualquier cosa para proteger a sus semejantes.

¿Qué tan grave podía volverse el asunto? Nunca se perdonaría mancillar la impecable hoja de servicio de Octavia. En cuanto a Dixon…, tendría que cargar con la culpa de verlo desempleado o, peor aun, convertido en mercenario, considerando sus malos antecedentes militares. Y él mismo se vería forzado a retornar a la Tierra, quizá en forma permanente.

Debía al menos conseguir tiempo para pensar antes de tomar cualquier decisión drástica.

Cuando regresó, la canciller Ainsley permanecía en el mismo sitio, con la mirada pegada en él.

—Debo consultarlo con el Alto Mando… —empezó a decir Sydney, sentándose.

Ella contestó sin vacilar:

—¿Acaso no es usted el comandante de esta nave?

—Por supuesto, pero en una situación como esta…

—¿Y acaso no es esta una nave civil?

—Así es.

Se calló. De esa manera al menos dejaría de interrumpirlo.

—Entonces olvídese de su Alto Mando. Preocúpese por sus pasajeros. Libere a esa muchacha, ella no ha hecho nada malo.

¿Preocuparse por una erosina? ¿Acaso la canciller ignoraba su pasado militar?

—Canciller Ainsley, el mayor problema radica en que desconozco sus intenciones. No sé por qué se coló en la nave.

—Si eso es lo que necesita para desistir de su empecinamiento en mantenerla encarcelada, entonces averígüelo. Hable con ella.

Sydney suspiró.

—Si cumplo con lo que usted pide ¿su delegación aceptará continuar la gira, tal como estaba previsto?

Ainsley lo atravesó con la mirada.

—Convénzase de su inocencia y libérela. La haremos parte de nuestra delegación, con cargo de consejera. No habrá necesidad de realizar denuncia alguna y gracias a eso nadie se enterará de que una muchacha burló su seguridad vistiendo un sencillo traje térmico modificado por ella misma.

Sydney se ruborizó, aunque no permitiría que la humillación le impidiera pensar con claridad. Si bien su decisión de denunciar lo ocurrido podía esperar hasta el final del viaje, debía resolver la demanda de la canciller de inmediato.

—Trato hecho —dijo, estirando la mano—. Hablaré con ella. Si me da una buena explicación para su presencia en mi nave, y no hay asuntos de Estado comprometidos, la liberaré.

Ainsley no dejó entrever emoción alguna al estrecharle la mano. Sydney no pudo evitar compadecer a los diplomáticos terrestres que estarían obligados a negociar acuerdos con ella.

4

La muchacha flotaba sobre la litera, lanzándose una pelota de caucho de una mano a la otra. Más que aburrimiento, había en su rostro un dejo de desilusión.

¿Valió la pena? —se preguntó—. En el afán de encontrar algo que sabía que existía, pero cuya posesión le había resultado esquiva, no se detuvo a pensar en las consecuencias. El hombre alto se refería a ella como a una criminal, amenazándola con encarcelarla. En consecuencia ¿no habría sido mejor quedarse en Eros?

Eros. Un paraíso en que todos encajaban, excepto ella. Un lugar en que las emociones de uno —pero no las suyas— hacían eco en el espíritu del otro. Un infierno donde era descartada con la desdeñosa agitación de una mano por individuos capaces de mirarse a los ojos durante horas.

Estrelló la pelota contra la puerta del camarote. Se arrojaría por la escotilla antes de regresar a la soledad del asteroide.

La pelota rebotó antes de perder impulso y esconderse bajo la litera. La muchacha se inclinó para recogerla. Cuando se irguió, percibió a alguien en el pasillo que llevaba al camarote.

Era el hombre alto. Del otro lado de la puerta, mientras la luz de advertencia brillaba en amarillo, se detuvo para pasarse las manos por el cabello y arreglarse el uniforme.

La muchacha sonrió. Parecía tan seguro de que nadie lo observaba…

Se oyó un zumbido.

—Es el comandante Sydney. ¿Está presentable, puedo pasar?

Por respuesta ella se puso de pie frente a la puerta, dio unos pasos atrás y esperó.

La luz se volvió verde. La hoja se desplazó unos centímetros. Un ojo atento la examinó desde el pasillo.

Satisfecho, el hombre asintió para sí mismo antes de introducirse en el camarote-celda, cerrando la puerta tras él al instante. Luego habló con un tono indiferente:

—Veo que ha aprendido a usar las botas magnéticas.

Mostrarse afable no parecía ser una de sus fortalezas. Ella no respondió.

—Voy a necesitar que sea mucho más locuaz, porque tengo varias preguntas para usted.

Se sentaron en torno a la pequeña mesa del camarote. Sydney la observaba con las cejas en alto.

—Mi primera pregunta es fácil. ¿Cómo se llama?

Ella esperó para asegurarse de que él hubiera terminado de hacer la pregunta.

—Puede averiguar bastante sobre una persona observándola en silencio —respondió—. Mi nombre es Alexandra.

Él se inclinó para estudiarla.

—Nunca he sido un hombre observador; prefiero ir y demandar respuestas.

Alexandra esperó. ¿Estaba tratando de ganarse su confianza o intimidarla?

—Sin embargo, hace poco fui testigo de un fenómeno interesantísimo, imposible de pasar por alto incluso para alguien como yo. Me refiero a esos trucos suyos en el compartimiento de carga. Fue como si en todo momento supiera usted hacia dónde me iba a mover.

Pues para no ser observador, está bastante cerca de descubrirlo —pensó Alexandra.

—Debió bajar el volumen —dijo, señalando al hombro de Sydney.

—¿Qué…, esto? —Sydney asió el transmisor—. Ah, las instrucciones de Dixon, por supuesto. —Meneó la cabeza, sonriendo—. No tiene importancia, pero me hizo recordar la facilidad con que Eros rechazó a los escuadrones de combate enviados a recapturarlo. Los estrategas del Alto Mando decían que era como si anticiparan sus movimientos

El corazón de Alexandra se aceleró. ¿Quién era este comandante, exactamente? ¿Y qué pretendía?

—… por supuesto, usted no sabe nada de esto porque esa época debe haberla pasado, como yo, en su equivalente al kindergarten. El Alto Mando desistió de aquella estrategia hace mucho tiempo. Era inútil.

El enfrentamiento entre la Tierra y Eros creaba un fuego cruzado, y Alexandra se encontraba en medio. Y, si de algo estaba segura, era de su negativa a revelar cualquier secreto que pudiera significar la derrota de la colonia. Debía escapar de aquella situación.

Se concentró en la mente de Sydney, tratando de obtener una ventaja en el interrogatorio. Un atisbo a su verdadera intención bastaría… ¿Era el deseo de la conquista? ¿El anhelo de la victoria? ¿El desprecio por la disidencia?

Alexandra buscó, esforzándose hasta el límite de su capacidad. Como anticipaba, no encontró oposición, pues era imposible que el hombre estuviera condicionado para resistir una habilidad cuya existencia ignoraba.

Unos fragmentos, como balbuceos, dieron lugar a ideas articuladas. Alexandra las entendió. No se trataba de lo que había sospechado. Sydney estaba motivado por la preocupación. Pero ¿cuál era el objeto de dicha emoción?

—Lo que me lleva a mi siguiente pregunta, quizá la más importante —seguía diciendo él—. ¿Por qué se coló en mi nave?

Sydney no parecía interesado en conflictos interplanetarios; su inquietud iba más bien dirigida hacia su tripulación. Anticipaba problemas si el interrogatorio salía mal. Alexandra probablemente podía hablar con seguridad, pero ¿cómo explicarle algo que estaba fuera de su comprensión? ¿Qué sabía él de la soledad de las multitudes?

—Usted no lo entendería.

—Haga la prueba, porque hay mucho en juego.

Ella desvió la mirada, pero enseguida volvió a dirigirla hacia él, intentando mostrarse sincera.

—Estoy buscando algo.

—¿La delegación diplomática era una distracción, entonces, para su inserción como espía en la Tierra?

El asunto rayaba en lo ridículo. Alexandra se reclinó en la silla y, echando la cabeza hacia atrás, emitió una serie rápida de carcajadas que fueron haciéndose más lentas hasta detenerse. El ejercicio le ayudó a calmarse.

—No, comandante Sydney. Es solo un asunto personal.

Sydney se puso de pie.

—Necesito que entienda la seriedad y la gravedad de la situación.

No quedaban rastros de su afabilidad inicial. Resoplaba frente a ella ahora, con el ceño fruncido. ¿Qué podía decir para tranquilizarlo?

Acéptalo, Sydney, no lo entenderías —pensó.

Vamos, muchacha, no me obligues a entregarte a las autoridades.

Alexandra se puso rígida, arriesgando perder el precario equilibrio que mantenía sobre la silla. En gravedad cero ello no significaba gran cosa, pero debió agarrarse para no salir disparada.

—¿Qué le pasa? —dijo el comandante, entornando los ojos—. ¿No se siente bien?

Ella se pasó la mano por la frente. Esa última frase la había escuchado con los oídos, de eso estaba segura. Pero ¿y la anterior?

—Estoy bien.

—Seguramente necesita más hidratación. Le traeré algo de la enfermería, y luego continuaremos.

Salió, y ella se quedó mirando la puerta.

Eso que acaba de ocurrir —pensó— ¿fue real? Había captado palabra por palabra los pensamientos de Sydney, y para conseguirlo solo debió concentrarse en él. Siempre sospechó poseer dicha capacidad; de hecho, su decisión de embarcarse rumbo a la Tierra se basaba en eso. El paso de lo teórico a lo práctico, sin embargo, la dejaba pasmada. Naturalmente, ello significaba que…

Con una mano cubrió su boca.

No, no podía ser. ¿Sydney, su captor?, ¿esa era la conclusión de su búsqueda?

Pero la afinidad era clara. Y aunque ni siquiera sospechaba en qué podría basarse, se dispuso a averiguarlo.

5

Una luz cálida iluminaba los rincones del bar, ignorando la barra de cubierta de madera auténtica, que permanecía en penumbra. Detrás, un aparato automático dispensaba bebidas y reproducía canciones anticuadas aunque animadas, buscando llenar cualquier vacío en las conversaciones. Como el resto de la Monte Verde, el espacio era reducido, pero el mobiliario funcional. Se trataba de uno de los pocos lugares donde la tripulación podía mezclarse con los pasajeros.

Sentado en un taburete, Sydney jugueteaba con su ración de whisky. Dixon le decía algo cuando sintió que le pasaban un brazo por el cuello.

—Así que aquí estaban —dijo Octavia—. Típico. Se marchan y dejan a la chica sola piloteando la nave.

—Oh, vamos —dijo Sydney—. Faltan varias horas para la inserción orbital. Lo único que hacías era admirar la Tierra.

—No puedo evitarlo, tengo el mejor asiento de la nave.

Octavia se sentó junto al comandante, al tiempo en que Dixon se ponía de pie, alisándose los pantalones. Frente a él quedaba una ración a medio beber. Ella se detuvo a observarlo.

—¿Te vas apenas llego?

—Tienes razón —contestó Dixon—. Alguien debe permanecer en la cabina mientras el comandante se echa unos tragos. Aprovecharé de preparar los sistemas para el encuentro con el transbordador.

—Me pareció que ya lo habías hecho —dijo Sydney, alzando ligeramente la voz.

—Te pareció mal. —Dixon apuntó hacia afuera—. Además, el bar no dará abasto.

Sydney se volvió y tosió, atragantándose casi. Al otro lado de la puerta estaba la canciller Ainsley, acompañada de tres o cuatro miembros de la delegación, entre los cuales distinguió a Alexandra.

Presionado por Ainsley, Sydney no había tenido más remedio que aceptar su presencia. Si bien en teoría seguía bajo arresto, en la práctica tenía acceso libre a las áreas comunes. Su osadía impresionaba a Octavia, pero a Dixon le irritaba que una «erosina rebelde» —según sus propias palabras— anduviera suelta por la nave.

El comandante le restaba importancia a la situación, argumentando que la travesía estaba por concluir y pronto todo aquello quedaría atrás. Sin embargo, ciertos aspectos del comportamiento de la muchacha le hacían fruncir el ceño.

Por ejemplo, ella demostraba un marcado interés por el viaje espacial y el funcionamiento de la nave, inusitado entre los pasajeros; también, y so pretexto de lo anterior, parecía buscar la compañía de Sydney, a quien solía unirse en la cafetería para platicar. Él no estaba seguro de cómo sentirse al respecto.

Sea como fuere, ella se presentaba ahora allí.

Dixon desapareció entre los recién llegados, rumbo a la cabina. Sydney se puso de pie.

—Canciller Ainsley, me alegra que se nos una. Es tradición abrir el bar en la víspera del desembarco, aunque como es pequeño, los pasajeros deben turnarse…

—No se preocupe; estaré aquí solo un momento. Únicamente quise venir a darle las gracias, a nombre de la delegación, por una travesía sin incidentes, y también por su discreción al tratar ciertos asuntos. —Se inclinó hacia Alexandra, que sonrió nerviosa mirando a Sydney.

—No habría querido ser yo responsable de un incidente diplomático —dijo Sydney, preguntándose cómo lograba Ainsley dar un tono de regaño hasta a sus agradecimientos.

Alexandra ahogó una risita, pero de inmediato recobró la seriedad.

Ainsley la observó meneando la cabeza. Luego dijo, dirigiéndose a Sydney:

—Comandante, cuente con nuestra recomendación cuando la necesite. Ahora iré a descansar. Mi agenda en la Tierra será frenética.

El bar se abarrotó con prontitud. Alexandra se apresuró en ocupar el taburete contiguo al de Sydney, que Dixon acababa de abandonar.

—Me gustaría probar un licor terrícola. ¿Qué bebe usted?

—El mejor whisky escocés que podemos permitirnos, o sea, nada especial —contestó Sydney, sonriendo—. Una vez en la Tierra tendrá usted acceso a licores realmente buenos.

Dicho eso, su sonrisa se apagó y en lugar de seguir hablando, dio un gran sorbo a su ración.

La velada transcurrió al ritmo de la música, pero ni el licor, ni la conversación animada con los pasajeros tuvo el efecto habitual en Sydney. Consideraba retirarse temprano a su camarote cuando Alexandra le dijo:

—Al principio no podía entender cómo ustedes podrían querer vivir en el espacio, yendo de un lado para otro sin volver a su hogar, a sus familias.

No queda mucho para mí en la Tierra —pensó Sydney.

—Pero lo entiendo ahora. Usted ha creado un hogar para su tripulación. Usted los considera su familia.

Sydney se echó para atrás. Alexandra pasó su fino índice por el contenedor del whisky y sonrió antes de continuar.

—Justo así es como funcionan las cosas en Eros. Cada actividad productiva es realizada por una familia.

—¿No existen las empresas?

—Ni el dinero.

—Suena como una utopía.

—Lo es para los que encajan en ella.

—¿Usted no, y por eso huyó?

Alexandra bebió un sorbo y lo miró furtiva.

—¿Todavía está interesado en saberlo?

—Creo que acaba de admitirlo.

—No era mi intención hablar de eso. Mi intención era hacerle saber que admiro su esmero por cuidar de su tripulación. Son afortunados de tenerse unos a otros.

—Brindemos por eso —dijo Octavia, levantando su ración—. Sydney, tienes suerte de contar con una piloto tan buena como yo.

Sydney intentó descifrar el planteamiento de Alexandra, pues hasta donde la conocía, la simple adulación no formaba parte de su personalidad. Sin embargo, con los pensamientos ya nublados por el alcohol, y teniendo en mente su intención original de visitar el bar para alejarse de aquellas intrigas en las que se había visto envuelto, abandonó el asunto.

Bebió un último sorbo de whisky y se inclinó sobre la barra para levantarse, pero algo lo detuvo.

Era un contacto que le erizó los pelos del pescuezo. La mano de Alexandra le retenía una de las muñecas.

—Espere, comandante. Hay algo que necesito pedirle.

Sydney se sentó. Ella retiró la mano, pero su tibieza se quedó un momento más.

—Quizá lo crea una locura, y sé que la delegación ha hecho otros arreglos, pero ¿consideraría usted contratar a una nueva tripulante?

Octavia resopló. A Sydney se le resecó la garganta. Había algo incomprensible en la expresión de Alexandra.

—¿Qué quiere decir? ¿Quiere quedarse en la Monte Verde como tripulación?

—Supongo que me acostumbré al camarote. Como usted nunca me reasignó al área de pasajeros…

Sydney repasó las complicaciones de mantener a bordo a una muchacha —no, a una polizona— de Eros: el Alto Mando lo evitaría más que al control civil. Los VIPs se burlarían de la mera idea de viajar con él. Y, por si fuera poco, le era imposible imaginar qué utilidad podría prestar ella al funcionamiento de la nave.

—Nuestro presupuesto es ajustadísimo. No podemos permitirnos más contrataciones.

—Sé que debo aprender el oficio; no pretendía hacerlo a cambio de un salario. En Eros…

—Le recuerdo que ya no está en Eros. La operación de una astronave como esta requiere de una tripulación profesional. ¿Qué calificaciones tiene usted?

—Supongo que ninguna, a ojos suyos.

—Entonces no veo qué servicio podría prestarnos. Lo mejor es que mantenga su cargo de consejera de la delegación diplomática.

Ella sostuvo su mirada.

—Lo entiendo, comandante. Como dije, imaginé que lo consideraría una locura. He bebido demasiado de este whisky.

Se puso de pie como probando el apoyo de sus piernas, si bien pronto adquirió la postura correcta. Luego se inclinó hacia Sydney y le dijo:

—Discúlpeme, comandante, por todo, aunque no lo merezca.

—No hay nada que discul…

Se quedó mirándola sin completar la frase, porque ella abandonó el bar.

—No había necesidad de ser tan duro —dijo Octavia—. Es obvio que le gustas. Prácticamente abrió su corazón y tú le correspondiste calificándola como una inútil.

—¿Y qué querías que hiciera? Solo sería peso muerto.

—¿De veras crees eso? ¿No ves cuán habilidosa fue modificando ese traje térmico? Debe saber una que otra cosa.

—Apuesto a que sí. De seguro es parte de su formación como espía.

Octavia se puso de pie y se le acercó tambaleante.

—Deja de racionaci… raciolali…

—Racionalizar.

—Eso. Este maldito whisky pega como una mula. Ambos sabemos que esa no es la verdadera razón de tu rechazo. No cometas el error de confundirla con otra persona. Aún estás a tiempo de emnen… enmem…

Sydney gruñó. El comportamiento de Alexandra había sido errático, de eso no cabía duda. Pero ¿y el suyo? Podía imaginar ahora media docena de otras reacciones más adecuadas. ¿Por qué la había fustigado de esa manera?

—Iré a descansar —dijo Octavia—. Deberías hacerlo también, y pronto. Este contrato te tiene agobiado.

Casi no percibió su salida, sumido en sus pensamientos. ¿Qué era lo más irritante de la situación?

¿Era el atrevimiento de la muchacha, al pensar que tenía alguna oportunidad de conseguir su pretensión con tal facilidad?

¿Era la posibilidad de estar enfrentándose a una espía de Eros, como había sospechado desde que la encañonó en el compartimiento de carga?

¿O era el deleite con el que se habría rendido ante su proposición?

Se mordisqueó el labio inferior, con la mirada perdida en los licores de la máquina expendedora, sin prestar atención a los pasajeros que aún bebían a su alrededor. Su conclusión fue inédita entre las de otras vísperas:

Qué estúpida idea había sido abrir el bar esa vez.

6

El comandante dio un paso vacilante fuera del camarote. Llevaba retraso, así que no podía esperar el efecto de las píldoras antirresaca. ¡Qué malo era ese whisky de segunda! Lo reemplazaría en cuanto el Alto Mando pagara sus facturas, incluso antes de instalar las cámaras de seguridad.

Giró enseguida hacia la proa, sin mirar siquiera en la otra dirección, la del compartimiento de pasajeros.

Atravesó la esclusa de seguridad y las puertas interiores para introducirse en la cabina. Enfrente, las tres ventanillas lo recibieron con una espléndida vista de la costa oriental sudamericana, dominada por las deslumbrantes luces de la megalópolis de Río-Sao Paulo, cuyos brazos se extendían bien al interior del continente.

Al cabo de tantos meses de ausencia, Sydney intentó ver la Tierra con los ojos de la nostalgia, pero todo lo que consiguió fue revivir episodios de desilusión y soledad.

Los dos tripulantes se hallaban ya en sus puestos, discutiendo. Las palabras de Dixon retumbaron en el cráneo de Sydney:

—… fuera de protocolo, y lo más estúpido que pudiste haber hecho. Si algo sale mal, la responsabilidad será tuya.

—Yo soy quien determina las responsabilidades aquí —interrumpió Sydney—. ¿Cuál es el problema?

Dixon se volvió hacia él, de mala gana.

—Una violación del protocolo. Octavia reinició el sistema de navegación en contra de mis indicaciones.

—¿Y eso por qué?

Octavia respondió sin dejar de introducir datos en su consola.

—El navsys ha estado actuando raro, comandante. Tardaba más de lo habitual en responder a las órdenes.

—¡Un capricho! —Dixon señaló un listado en su pantalla—. Levanté un perfil de cada subrutina. Mira las salidas, Sydney: todas dentro de los rangos normales.

—Tus tolerancias son demasiado amplias —dijo Octavia, continuando su tarea—. Si te digo que un sistema responde lento es porque lo sé. Es mi nave y la conozco bien.

—Oficial Guerrero —dijo Sydney—, le recuerdo que esta no es su nave. Es mi nave… —Un relámpago le atravesó el cráneo, impidiéndole retrucar adecuadamente—. O al menos lo será cuando termine de pagar los créditos.

—Serías incapaz de volar esta nave sin mí, Sydney, y lo sabes.

Por un momento, Sydney echó de menos la disciplina militar.

—Ya que es tan sabionda, oficial Guerrero, dígame, ¿qué esperaba conseguir reiniciando el navsys?

—No soy experta en sistemas, pero pienso que el problema puede haber sido una fuga de memoria causada por el descuido de mi compañero aquí presente —dijo, señalando a Dixon.

El rostro del ingeniero enrojeció.

—Qué acusación más irresponsable y sin base. Soy pulcrísimo en el mantenimiento de los sistemas de la nave, según le consta al comandante.

—Oh, relájate, Dixy —dijo Octavia, dando por terminado lo que hacía—. ¡Nadie es infalible! Lo bueno es tenerme para subsanarlos, porque gracias a eso, ahora la memoria del navsys está limpia y los tiempos de respuesta han vuelto a ser normales. —Pulsó una tecla y la pantalla reaccionó al instante—. Pronostico que la falla volverá a ocurrir, pero recién después del desembarco.

Sydney se masajeó los ojos.

—Oficial Guerrero, no me haga recordarle la importancia histórica de este viaje. Solo le pido que nos permita concluir el trayecto sin incidentes, así que por favor respete los protocolos y limítese a pilotear la nave, porque el transbordador no tarda en llegar.

* * *

La Monte Verde se deslizaba silenciosa por su órbita cuando desde el transbordador se recibió la primera comunicación.

—Navío lima-india-cero-uno, aquí transbordador alfa-sierra-cero-dos-cuatro. Iniciamos transferencia orbital en dirección a ustedes.

—Entendido, alfa-sierra —dijo Dixon al comunicador, con voz monótona—. Iniciamos monitoreo.

El ingeniero cargó el programa de aproximación en el navsys.

Sydney abrió el canal de comunicación general. El tono de advertencia se oyó por toda la nave.

—Damas y caballeros, les habla el comandante Sydney. Nos aproximamos al final de nuestra travesía. En este momento el transbordador encargado de llevarlos a tierra ha iniciado su aproximación y se reunirá con nosotros en el transcurso de dos horas. Les rogamos retornar a sus camarotes y hacer uso de los sistemas de sujeción, dado que puede ser necesario realizar maniobras impulsivas. Informaremos cuando puedan volver a desplazarse libremente.

Octavia tamborileaba con los dedos sobre la consola, echada hacia atrás en su asiento. Iban a ser unas aburridas dos horas de espera, durante las cuales la Monte Verde únicamente debía mantener su órbita hasta que el otro navío se acercara lo suficiente como para realizar el acople.

Sydney se reclinó, confortado por la relativa calma y el incipiente efecto de las píldoras. Al fin se terminaba ese condenado viaje.

Sin embargo, su alivio fue momentáneo. Tan pronto como el navsys efectuó el primer registro de aproximación, las consolas emitieron unas notorias alertas sonoras.

—¿Situación?

—Un momento, comandante. —Dixon estudió su pantalla y prosiguió—: Valores anómalos de aproximación, desviación del… ¿quince por ciento?

—¿Están fuera de curso? —preguntó Octavia.

—No…, sí…, parecen estar acercándose demasiado rápido, si es que podemos confiar en el navsys ahora.

—Me aseguré de restablecer todos los parámetros. No es posible que…

—¡Por supuesto que lo es! Cuando alguien excede sus funciones…

—Basta —dijo el comandante—. Dixon, confirma los parámetros con el transbordador. Y corta esas malditas alarmas.

El ingeniero apagó el sonido y explicó por radio la situación.

Lima-india —le respondieron—, no sé qué pasa con sus instrumentos, pero nuestros valores son nominales: distancia uno-seis-cinco-cero, delta menos-uno-cuatro-cero, velocidad cero-punto-cinco-ocho, delta cero. ¿Confirma?

—Negativo, alfa-sierra —dijo el ingeniero con un pesado suspiro—. Lo analizaremos.

Acto seguido, se desplomó en la silla.

—¿Y bien? —preguntó Sydney.

—No lo sé, comandante. Haré un autodiagnóstico de los sensores.

El tono monocorde del intercom rompió el silencio. Sydney se quedó mirando el origen de la llamada. Provenía de los camarotes de la tripulación.

—Consejera —dijo al contestar—, estamos en medio de algo.

—Comandante, lo oigo agitado. ¿Está bien?

—No es nada, solo un malestar.

—¿Está seguro? ¿Va todo bien con las maniobras?

—Por supuesto. Como la seda.

—¿Podría contestarme una pregunta?

—Ya le contesté tres. Su tiempo se acabó. —Y cortó la comunicación.

No importaba lo que Alexandra se trajera entre manos esta vez. No había tiempo para atenderla. Y, de todas maneras, en dos horas todo lo relacionado con ella sería historia.

Octavia y Dixon seguían discutiendo. Las alarmas sonaban otra vez.

—Muy bien —decía la piloto—. Los sensores están descartados, pero es imposible que se trate de un problema de software. Me aseguré de restaurar correctamente el navsys. Quizá no sea una experta, pero estoy entrenada para hacerlo si la situación lo requiere.

—Por lo visto no —dijo el ingeniero—. De seguro ingresaste mal un parámetro de conversión de unidades o algo así; eso afectaría cada lectura. Deberíamos restaurarlo, pero ya no hay tiempo. Algún día entenderás que existen razones por las cuales seguimos protocolos, Octavia.

—Vuelve a pedir una lectura remota —ordenó el comandante.

Se produjo un nuevo intercambio en la radio, que confirmó la anomalía: según la Monte Verde, el transbordador se aproximaba demasiado rápido; según el transbordador, la aproximación era normal.

—Deberíamos abortar y hacernos a un lado —dijo Octavia—. Un impacto nos haría pedazos.

—No ocurrirá tal cosa —respondió Dixon—. Sus instrumentos están bien; no son ellos los que vuelan con un sistema de navegación corrompido.

La cabeza de Sydney dio vueltas. Debió cerrar los ojos y hacer una pausa antes de continuar.

—El protocolo es claro —dijo al fin—. Al existir una discrepancia, y ante la sospecha de corrupción en nuestros instrumentos, corresponde invalidarlos y seguir adelante según las lecturas de la contraparte. Dixon, quiero que procedas como he indicado.

—Entendido, comandante.

—Y en cuanto a ti, Octavia. —La observó con severidad—: Actuaste en forma imprudente al romper el protocolo y fuiste negligente al restaurar el sistema. Como amonestación descontaré el dos por ciento de tu comisión en este contrato.

La piloto hizo un mohín.

—Acepto la imprudencia, comandante, pero no la negligencia. Tú me conoces.

—Estoy tan sorprendido como tú. Quizá te consuelen las famosas palabras de una piloto: «Nadie es infalible».

* * *

Unos minutos después, Dixon tenía la situación bajo control. Para satisfacción de Sydney, sus órdenes habían tenido pleno éxito. Lo más importante, el navsys yacía inhabilitado y mudo.

Por segunda vez buscó el comandante relajarse en su silla, y por segunda vez fue interrumpido. Un zumbido lo estremeció.

—¿Ahora qué? —preguntó con voz seca.

—La puerta —dijo Octavia.

Gruñendo, Sydney giró su silla y activó el vidcom.

La pantalla reprodujo la escena del otro lado de la esclusa de seguridad. De nuevo aquellos ojos oscuros que se había prometido no volver a ver.

—Consejera, no puede estar allá afuera. Ordené que los pasajeros volvieran a sus camarotes…, y eso también vale para quienes se encuentren en el área de la tripulación.

—Sydney, en ese caso, déjeme entrar. Necesito hablar con usted.

¿A qué venía tal osadía? No esperaría ella que él estuviera dispuesto a dar acceso a la cabina a una erosina.

—No, entiéndalo. Vuelva y use los sistemas de sujeción. Estamos en medio de una maniobra; si tuviéramos que dar impulso a la nave, usted saldría disparada por el pasillo.

—Esto es más importante. Es sobre la emergencia.

Sydney cortó el vidcom e hizo un par de juramentos antes de ponerse de pie, comprobando que su arma estuviera cargada.

—La maldita alarma se escuchó por toda la nave. Iré a calmar a los pasajeros.

Octavia señaló el arma:

—¿Con violencia?

—Aún no confío en estos erosinos. Prefiero estar preparado.

—Sydney, espera. ¿Por qué no giramos la nave para hacer una inspección visual?

—Ahora no.

No iba a cometer de nuevo el mismo error de antes, así que introdujo en su oído un intercomunicador en miniatura, audible solo por él, para mantenerse en contacto.

* * *

Alexandra saltó sobre él en cuanto se asomó al pasillo.

—Mis compañeros están asustados, comandante.

—Lo imagino. Esa es la única razón por la que no la arrastro de vuelta a su camarote.

—¿Es cierto que podríamos colisionar?

—Nada de eso. Se trata de un simple problema en los instrumentos. Una falsa alarma.

—¿En qué consiste?

Sydney cerró los ojos. Alexandra y sus preguntas…

—Nuestro sistema de navegación está reportando incorrectamente las distancias —explicó—. Indica que el transbordador se acerca más rápido de lo que debería.

—¿Y continuará a pesar de ello?

—Es solo una emergencia aparente.

Omitió la posibilidad de abortar e intentarlo de nuevo con el navsys restaurado; habría sido difícil explicarle que una de las razones del apresuramiento era su presencia.

—Debe existir alguna otra manera de confirmar la distancia.

—Es posible hacerlo en forma visual —reconoció—, pero habría que girar la nave. El transbordador se aproxima por debajo de nosotros. No tenemos ventanillas orientadas en esa dirección.

—Parece una solución sencilla.

—Alexandra, entiéndalo. No tengo tiempo para explicarle cada detalle. Solo le diré que no es seguro hacer maniobras teniendo un sistema en problemas. Los instrumentos de la otra nave andan bien y ellos nos tienen a la vista. Con eso basta.

En el extremo opuesto del pasillo, se encendió la luz amarilla de la puerta.

—Debería cancelar el acople, Sydney. Tengo un mal presentimiento.

Hace unas horas pidió quedarse en la Monte Verde —pensó Sydney—. Ahora quiere aplazar el desembarco. Y sus compañeros vienen en camino.

—Comandante —oyó decir a Dixon en su audífono—, ten cuidado: las alarmas se oyeron solo en la cabina. La única manera en que los erosinos pueden haberse enterado de la emergencia es… causándola.

La luz amarilla cambió a verde y las puertas gemelas se deslizaron. Un grupo de erosinos, encabezados por Ainsley, comenzó a avanzar a lo largo del pasillo.

Sydney apartó a Alexandra de un empujón, extrajo su arma y se plantó a mitad del pasillo, apuntando a los recién llegados.

—¡Deténganse! Un paso más y abriré fuego.

Ellos obedecieron.

—Comandante, espere —dijo Alexandra, con la voz entrecortada—. Usted no entiende.

—Al contrario, lo capto a la perfección. Ustedes nos sabotearon para usarnos en su intento de insurrección contra la Tierra. Pero eligieron mal la nave y al comandante. Incluso si me matan, les será imposible alcanzar la cabina. Y no caeré sin llevarme a varios conmigo.

Alexandra se interpuso entre él y sus compañeros, bloqueando cualquier posibilidad de disparo.

—Hágase a un lado, erosina. —Escupió las últimas sílabas como un veneno—. No crea que dudaré en dispararle.

Fácil era decirlo, pero estaba casi seguro de ser incapaz de hacerlo. ¿Quizá podría echarla a un lado? Aunque, perdida la iniciativa, los otros se le irían encima y sería su fin.

—Todo tendrá sentido dentro de un momento, comandante —dijo la canciller Ainsley—. Le aseguro que no hemos saboteado su nave. Por favor colabore con nosotros. Quizá estemos a tiempo de evitar la colisión.

* * *

—Siempre supimos que un atentado era una posibilidad —continuó la canciller—. El miedo a lo diferente sigue arraigado en los terrícolas, y su Alto Mando se nutre de ello.

—El Alto Mando no haría tal cosa… No sacrificaría una nave terrícola y su tripulación.

—Se equivoca, Sydney. Hay demasiado en juego. Ellos saben que una invasión es su única opción para hacerse con los secretos de Eros, pero no pueden justificarla porque nuestra colonia jamás ha iniciado un ataque contra alguna de sus estructuras. Por supuesto, eso cambiaría si pudieran culparnos de la destrucción de una nave terrestre cuyo comandante fuera además un exmilitar.

Era cierto. Él lo sabía. De alguna manera la colonia había desarrollado una tecnología de detección infalible. El Alto Mando estaba obsesionado con la idea de conseguirla, pero era imposible siquiera acercarse a Eros por sorpresa; ni hablar de plantar espías en él. Los estrategas terrestres llegaron a la conclusión de que solo un ataque frontal permitiría recapturar el asteroide.

—Bonita historia. Es una pena que no pueda respaldarla con evidencia.

Alexandra intervino.

—Comandante, usted dijo que la otra nave se nos acerca por debajo. ¿En qué dirección y a qué distancia se encuentra?

—¿De qué podría servirle esa información?

—Vamos, Sydney. No se haga el idiota. Usted conoce nuestra especialidad.

Alexandra se refería a la tecnología de detección, por supuesto. Entonces, la habían implementado en un dispositivo portátil que tenían a bordo de la nave. ¿De veras estaban tan asustados como para darle una demostración gratuita? Sería interesante.

—El vector de acercamiento es 135°, tomando como 0° la trayectoria desde el centro de la nave hacia la proa, dentro del plano vertical. —Señaló en la dirección aproximada—. El transbordador debería estar a unos 1400 metros ahora.

Alexandra giró la cabeza hacia el rumbo indicado. Todos los otros erosinos hicieron lo mismo, con un murmullo.

Podría correr a la cabina ahora —pensó Sydney— y parapetarme ahí.

—Nadie —dijo Alexandra—. No hay presencias humanas.

La esclusa de seguridad nos protegería hasta que llegaran las patrullas militares

—Sin embargo —seguía cavilando ella—, han estado comunicándose por la radio.

¿Cómo podría ella saber eso? No cabía duda de que los erosinos no eran más que unos grandes mentirosos.

—Es una trampa —atronó la voz de Ainsley—. No enviaron un transbordador. Enviaron un dron a estrellarse con nosotros. Las transmisiones reales provienen de otra nave.

A Sydney lo recorrió un escalofrío. Aun sin pruebas, la hipótesis explicaba tanto…

¿Lo había traicionado el Alto Mando para apoderarse de Eros, o todo el embrollo era un invento de los erosinos con la finalidad de tomar el control de la nave? Si tan solo le presentaran una pieza de evidencia…

* * *

Aquí está su evidencia. —La voz de Alexandra resonó en la cabeza de Sydney como si ella tuviera un millón de bocas, pero sus labios no se movieron—. Ahora conoce nuestro secreto. La «tecnología de detección», como usted le llama, la llevamos dentro de nosotros. Al cabo de un tiempo, algo en la composición de Eros despierta esta capacidad.

Las piernas de Sydney perdieron fuerza, abrumado por aquella suerte de ultraje cerebral. Se arrodilló frente a Alexandra. El arma tintineó al darse contra el piso. Ningún erosino se movió.

Alexandra se agachó a su lado.

—Lo siento, Sydney —dijo con suavidad, esta vez en la forma convencional—. Mi intención era hacerlo de otra manera, pero usted no me dejó opción.

—¿Ustedes son —buscó la palabra, respirando pesadamente—… telépatas?

—No exactamente. Pero podemos percibir a distancia la presencia humana y sus emociones, y 1400 metros quedan bien dentro de nuestro rango. Créame, comandante, no hay nadie en esa nave. Su único propósito es engañarlo y matarnos.

—Debo ir a la cabina —dijo Sydney, intentando ponerse de pie—. Dígale a sus compañeros que vuelvan a los camarotes. Las cosas se pondrán movidas.

Alexandra y Ainsley asintieron entre sí. De inmediato, los erosinos dieron media vuelta y abandonaron el pasillo.

—Pero miente —dijo Sydney, todavía algo atontado—. Ha estado hurgando en mis pensamientos. Así fue como me evadió en el compartimiento de carga. Además acabo de escuchar su voz dentro de mi cabeza, maldita sea.

—Es un caso especial.

—¿Usted es especial? ¿Por eso la enviaron a la Tierra?

—Termine con eso. —Se puso la mano sobre los ojos—. No soy especial. La capacidad telepática, si quiere usar esa palabra, no es propiedad del individuo, sino que de sus relaciones.

—¿Entonces pertenezco al selecto grupo de sujetos a quienes usted puede husmear?

—Basta. No está preparado para saber más.

Sydney recogió el arma y se la guardó.

—Téngala a mano —dijo Alexandra—. Puede que la necesite.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Creo que tenía usted razón en algo. La nave sí fue saboteada.

* * *

Sydney se precipitó a la cabina, con Alexandra detrás.

—Cabeceo abajo, 135 grados —ordenó—. Suave, pero firme; quiero ver ese transbordador. Dixon, prepara los retropropulsores y haz sonar la alarma de maniobra impulsiva.

Sus músculos se han tensado, Sydney. Prepárate, intentará algo.

Dixon se puso de pie violentamente, como para abalanzarse sobre su comandante. Lo detuvo el contacto de la pistola contra su estómago. Paró en seco, con la boca y los ojos abiertos.

—¿Por qué lo hiciste? ¿Fue por dinero o solo para fastidiarme?

No te respeta. Opina que no estás apto para el cargo. Pero lo sorprendiste. Se siente acorralado. Impresiónalo y quizá se ponga en línea.

—¿Muchachos? —dijo Octavia—. ¿De qué se trata esto?

—No fue una fuga de memoria —dijo el comandante—. Nuestro ingeniero aprovechó que tú y yo estábamos en el bar para sabotear el navsys. Instaló un parche en el almacenamiento volátil con el fin de enmascarar la aproximación anómala del transbordador. Apuesto a que te enfureciste —continuó, dirigiéndose a Dixon— cuando Octavia deshizo tu trabajo al reiniciarlo. ¿Cuál era el plan, acaso salvarnos en el último minuto? ¿Dejarme como un idiota incompetente?

Cuidado. Él sabe que casi lo consigue.

Sydney continuó sin pestañear:

—Lo único que habrías conseguido es matarnos a todos, porque ese era el verdadero objetivo del Alto Mando.

Dixon tragaba saliva y miraba alternativamente a Sydney y a Octavia.

—Entonces, ¿cómo va a terminar? ¿Nos ayudarás a enfrentar la emergencia que creaste, o me obligarás a hacerme cargo de Ingeniería después de limpiar tus tripas de la cabina?

Crispando las manos en busca de apoyo, Dixon retrocedió hasta su asiento. Giró hacia su consola y dio la alarma, tal como Sydney había ordenado.

Cooperará. Te tiene miedo ahora, porque no entiende cómo descubriste todo. Cree haberte subestimado.

Ojalá así sea, o tendré que dormir con el arma bajo la almohada.

Excelente, ya entendiste que puedes hablar conmigo a través de tu monólogo interior.

Sydney gruñó antes de amarrarse a su silla. Se volvió hacia Alexandra y le dijo:

—Acerque sus muñequeras al casco y apoye bien las suelas en el piso. Recuerde que son magnéticas; ellas harán el resto.

Entiendo cómo usar el equipo, no es necesario volver a explicármelo.

¡Silencio! Si no cruzamos palabra, los demás empezarán a hacerse preguntas.

¿Silencio? ¡Pero si ni siquiera estoy hablando!

Con todos sujetos, Octavia hundió la caña y, afuera, la nave respondió mediante unos silenciosos chorros de materia a proa y popa que la hicieron girar. En las ventanillas, la Tierra se desplazó hacia arriba, dejando espacio a un mar de estrellas tras el horizonte. Durante un momento quedaron solo ellas, todas persiguiendo al planeta como buscando ir a esconderse detrás. Pero entonces surgió una masa oscura, parecida al transbordador, llenando casi por completo la vista.

—¡Dixon, toda la potencia a los retropropulsores! Octavia, giro en reversa, popa a babor.

Pero era innecesario dar órdenes; ambos tripulantes actuaron antes de que acabara de hablar.

El casco crujió ante el fenomenal impulso de los motores. La nave pegó un salto hacia atrás, pero su carga y pasajeros quisieron seguir moviéndose en la dirección opuesta. El giro hizo que el transbordador se perdiera temporalmente de vista.

Los grilletes de Alexandra cedieron. Sydney le echó un brazo por la cintura, sosteniéndola con fuerza. La suerte estaba echada: lo único que podían hacer ahora era esperar que el cambio de curso alejara lo suficiente a las dos naves como para evitar la colisión.

Ni en la más desquiciada de sus fantasías imaginó que su fin pudiera llegar en medio de un contrato rutinario, engañado por su propio Alto Mando, mientras abrazaba a una linda —y telepática— muchacha erosina.

¿Puedes sacar cualquier dato de mi mente, o solo «oyes» lo que estoy pensando? —Sydney había decidido abandonar las formalidades.

Solo lo que piensas y dices y percibes con tus sentidos. Aunque no debería hacerlo, porque es de mala educación.

Y que lo digas.

Ya te dije que lo siento. Me avergüenza, pero la curiosidad me venció. Nunca había podido hacerlo en Eros. No conocí a la persona adecuada.

Sydney se negó a considerar las implicancias. La reaparición del transbordador en la ventanilla de babor le dio la excusa perfecta.

El cuerpo de Alexandra se tensó bajo su abrazo, y él mismo se descubrió apretando los dientes. La temperatura pareció subir en la cabina.

Ni siquiera una pestaña se movió mientras el transbordador, amenazante, desfilaba por enfrente. Primero la nariz, revelando una cabina oscura y vacía; luego un compartimiento de pasajeros que nunca estuvo preparado para recibirlos; al final los motores, todavía acelerando, aunque la aproximación requería una velocidad constante.

—¡Bastardos! —dijo Octavia—. No habríamos tenido posibilidad ni de pedir ayuda. ¿Qué demonios pretendían?

—Destruir la nave y culpar a Eros —dijo el comandante—. Buscan una excusa para ir a la guerra.

Octavia se quedó boquiabierta. Sydney no llegó a saber si fue por la información recibida o al verlo abrazado a Alexandra.

—Activa todos los sensores. Somos enemigos del Estado ahora; no permitiré que nos vuelvan a sorprender. Dixon, deja de mortificarte y calcula una nueva órbita.

Algo humano se acerca; puedo percibirlo.

Sydney dejó ir a Alexandra. Dos puntos destellaron en la consola de Octavia.

—Dos objetos más, comandante, moviéndose rápido. Ajustan su dirección a nuestro nuevo rumbo.

—Es claro que sus reglas de combate prohíben el uso de armamento. En cambio, buscan colisionar a toda costa.

—No hay contacto radial. —Dixon había recuperado el habla.

Sydney se dirigió a Octavia:

—¿Podrás evadirlos?

—No al que se está quedando atrás —dijo la piloto—. Esperará la evasión del primero para ajustar su curso final. Será imposible maniobrar con suficiente rapidez.

Dixon intervino:

—Vaporicemos el otro. Y luego nos largamos.

Sydney asintió.

—Seguro dirigen la operación desde uno de ellos. El otro debe ser un dron similar al que ya evitamos. Podría apostar a que la tripulación está a bordo del segundo, o de otra manera se trataría de unos extremistas fanáticos si intentaran una maniobra suicida contando con otras opciones.

—Por otro lado, Sydney —dijo Dixon—, su plan es usar ambas naves si es necesario, así que definitivamente están dispuestos a suicidarse por su causa. ¿Podemos estar seguros siquiera de que no anticiparon esta discusión?

—Prepara el tubo y los motores —ordenó Sydney—. Decidiré qué nave destruir y qué nave evadir.

¿Llevamos armamento? —interrumpió Alexandra—. Creí que esta era una nave de pasajeros.

Me alegra saber que puedo mantener algunos secretos a salvo.

—Si nos equivocamos y causamos muertes —dijo Octavia— les daremos igualmente una excusa para ir en contra de Eros.

—No nos equivocaremos —dijo Sydney, buscando la mirada de Alexandra.

* * *

—¡Fuego!

La nave vibró cuando el torpedo abandonó el tubo. Sydney se quedó mirando la estela de gases que se alargaba en dirección a los objetos.

—Prepárense para evadir.

Dixon activó la alarma de maniobra impulsiva, cuyo sonido coincidió con el destello blancoazulado que inundó la cabina. Luego todo volvió a ser oscuridad, y poco a poco Sydney pudo distinguir los despojos del dron, alejándose del centro de la explosión como mil cometas multicolores.

—Un momento —dijo Alexandra—. La explosión no detendrá los restos.

—Pero ahora están atrapados en una trayectoria fija que no intersectará la nuestra —dijo Octavia.

La otra nave, con su tripulación suicida, se acercó y fue evadida igual que la primera.

—No hay más contactos en el radar. —Octavia dio un largo suspiro—. Nos libramos de ellos por ahora. ¿Qué te parece si volvemos a discutir la rebaja de mi comisión, Sydney?

—Temo que el contrato acaba de anularse. Tus ganancias se han reducido a cero.

Dixon habló:

—Debemos salir de aquí antes de que regresen. Y ni pensar en volver a la Tierra.

—¿Y adónde iremos? —preguntó Octavia.

—Al único lugar donde podremos estar seguros —dijo el comandante—: Eros.

Ambos tripulantes se volvieron hacia él.

—¿Te volviste loco? —dijo Octavia—. Sería imposible evitar las patrullas.

—Lo conseguiremos —le respondió él, mientras la mano de Alexandra se posaba en su hombro—. Lo conseguiremos.

7

—¿Me perdonarás? —dijo Alexandra, entrelazando sus dedos alrededor de la ración de café. La dominaba una liviandad que la ingravidez no podía explicar por sí sola.

—Si puedo perdonar a Dixon, puedo perdonarte a ti.

Se habían sentado en torno a la mesita donde él la había interrogado aquella vez. Inclinada hacia adelante, ella apoyaba los codos sobre la superficie. Sydney, que un momento antes descansaba en su silla, se acercó y le dijo, fingiendo una mueca:

—¿Será que alguna vez confesará por qué abordó mi nave, erosina?

—¿La curiosidad no te deja dormir, ah? —Alexandra sonrió, aceptando el desafío—. Está bien, tú ganas. Ya te comenté que la capacidad de percibir presencias y estados de ánimo es común en Eros. Cualquier sujeto sirve para practicarla, incluso un terrícola sin entrenamiento como tú.

—¡Hey! Estoy entrenado en ciertas capacidades…

—Qué delicado. Como decía, cualquiera puede hacer eso. Pero para compartir ideas y sensaciones… debes encontrar a un otro que sea compatible contigo.

—Está bien. ¿Pero qué tiene que ver todo esto contigo?

—La colonia es pequeña. Nunca di con ese otro. En cambio mis padres, mis amigos…, todos ellos sí. La intimidad de sus relaciones me deslumbraba, pero era inalcanzable y me hacía sentir aislada. A pesar de sus esfuerzos por evitarlo, siempre fui una expatriada en mi propio mundo. Intenté relacionarme con otros como yo…, pero no fue suficiente. Aspiraba a más. Quería lo que mis padres tenían. Mi destino tenía que ser diferente, por eso me embarqué.

Por primera vez las sensaciones de otro ser humano, surgidas en respuesta a su propia congoja, invadieron a Alexandra. Se sumergió en el mudo vaivén de emociones que iban y venían entre ambos, y le aseguraban que todo saldría bien.

—Y nadie pudo detenerte. Burlaste la seguridad de Eros y de la nave, y cada uno de mis intentos por mantener la distancia. Dio igual encarcelarte, ignorarte o adelantar tu desembarco.

Alexandra supo de las desilusiones que habían llevado a Sydney actuar así. De cómo, con la percepción limitada de un terrícola, se había visto obligado a jugar una y otra vez en la ruleta del romance, perdiendo en cada tirada hasta quedar en bancarrota, temeroso de volver a intentarlo.

Pero se aseguraría de rescatarlo de aquel abismo. Ella sería su apuesta segura.

Lo tomó de la barba y lo acercó. Los huesos de sus cejas se arqueaban hacia adelante de un modo peculiar, proyectando sombras sobre sus ojos cansados. ¿Cuántas veces se habrían empapado de soledad, como los suyos? No importaba. Nunca más.

—Ojalá hubiera océanos en Eros —dijo ella—. Una vez leí que, en la Tierra, cuando la soledad se hace insoportable puedes perder parte de ella poniéndola en una botella y arrojándola al océano.

La palma de él le acarició la mejilla.

—El espacio fue tu océano. Y esta nave tu botella.

El beso abatió sus últimas reservas de recelo. Muchas horas después, ella y Sydney seguían mirándose a los ojos. 

 

(Encabezado de Bryan McGowan, cubierta ebook de Daniel Olah)

 

¡Gracias por ser un@ de mis beta readers!

Un beta reader ayuda al autor revisando su obra previo a su publicación.

Lo que espero de ti no son palabras de aliento, sino rigurosidad. Cuéntame lo que de verdad pensaste mientras leías. «Me pregunto por qué este personaje…» o «¿Qué diablos?, ¿de dónde salió eso?» o «Esta parte es confusa».

Seguramente encontrarás errores ortográficos o de gramática. Si bien agradezco que me los indiques, me resulta muchísimo más útil que te concentres en aspectos generales como:

  • ¿Consigue la historia despertar y mantener tu interés?
  • ¿La velocidad con que ocurren los acontecimientos es adecuada?
  • ¿Hay secciones que aburren?
  • ¿Los personajes parecen personas reales? ¿Se comportan y hablan en forma consistente?
  • ¿Había tantas pistas que adivinaste el final antes de tiempo?
  • O inversamente, ¿había tan pocas que no lo viste venir?

Mi propósito es entretener, sorprender y ocasionalmente hacer reflexionar. Hazme saber en qué grado lo he conseguido.

JUAN CATALDO

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