Reparamos astronaves

El progreso es inevitable, y no espera a los que se quedan atrás.

 

(Lectura de 40 minutos)

Agosto, año 1

Otto Massmann gesticuló con sus rechonchos brazos frente al módulo de astronavegación que yacía en el piso del taller.

—Sellado, como una caja negra. No se puede inspeccionar, ni mucho menos reparar. Si esto sigue así, nos iremos a la quiebra.

Jocelyn Bates se sacó el cigarrillo de la boca y apuntó al casco de la astronave despiezada. El traje de negocios le daba un aspecto tan pulcro, que Massmann temía que al menor movimiento lo ensuciara con la grasa de un mesón o la suciedad de una pila de trapos mugrientos.

—Leí un artículo en la Revista de abogados. Algo sobre hacerlas más confiables.

—Es lo que te digo, Joce. Los nuevos modelos fallan mucho menos, y cuando lo hacen, solo el fabricante puede repararlos. Antes los mecánicos podíamos desensamblar cualquier parte, conseguir los repuestos a un precio acorde al presupuesto del cliente y devolver a estas nenas al espacio nosotros mismos.

Acarició la pulida superficie del casco. La textura curtida de su mano acentuó la sensación de uniformidad.

—Ahora debemos cambiar la parte completa por una nueva —prosiguió—. El único proveedor es el fabricante, y ya sabes como es la ley de oferta y demanda: los precios son astronómicos. Por si fuera poco, cuando las cosas salen mal, debemos responder con nuestro propio capital.

La abogada Bates hizo una mueca de espanto.

—Pues si yo fuera tú, Massmann, iría pensando en hacer algo antes de que sea tarde.

—Por eso te pedí revisar los contratos de reparación. ¿Los traes?

—Por supuesto. ¿En tu despacho?

* * *

Massmann, a modo de guía, condujo a su abogada a través del taller, apartando los obstáculos ante su paso.

Atravesaron por entre una docena de astronaves. Algunas permanecían casi intactas, otras prácticamente desmanteladas. A simple vista eran un grupo dispar; las había de todas las marcas y modelos, de todos los colores y formas. Al prestarles más atención se hacía evidente lo que compartían: eran vehículos inmensos, otrora lujosos, pero ninguno demasiado moderno, porque los modernos iban a talleres más caros, o directamente de vuelta con el fabricante.

Mientras subían las escaleras hacia la pasarela que daba al despacho, Jocelyn miró hacia arriba. En días soleados como ese, Massmann hacía separar en unos cuantos grados las mitades del techo motorizado para observar el cielo desde el interior del taller.

Una vez dentro del despacho, ella se acomodó en la silla de visitas mientras Massmann, resoplando, estrujaba su amplia humanidad para atravesar el espacio entre su escritorio y la vidriera que daba al interior del taller.

Su silla silbó lánguidamente al sostenerlo.

La pulsera metálica que la abogada llevaba en la muñeca izquierda, cuyo brillo competía con el de su blusa, no era una simple pieza de joyería. Se trataba de un hologyz, lo último en aparatos inteligentes. Levantó dicha mano, con la palma hacia adelante, y movió por el dorso los dedos de la otra. Entre ambos flotó la representación holográfica de un texto.

Massmann se acercó para distinguirlo mejor. Pasó las páginas con el movimiento de una mano, ojeándolas apenas.

—Los detalles me quitarán el apetito —dijo, reclinándose en la silla—. Hazme un resumen. Un cliente viene en camino y preferiría usar estos nuevos contratos desde ya.

Bates apagó el cigarrillo y se acercó.

—Me pediste reducir riesgos —dijo—, así que limité tu responsabilidad al mínimo. Y ya que estaba en eso, aproveché de agregar algunas cláusulas de protección que otros talleres incorporan en forma estándar.

—¿Como cuáles?

—Por ejemplo para reservarte el derecho a inspeccionar la nave en busca de carga ilegal, para exigir un depósito por si se niegan a pagar, un cobro por almacenar el vehículo mientras se efectúan las reparaciones…, cosas así.

Él miró hacia el hangar torciendo la boca. Llevaba años resistiéndose a hacer lo que ella proponía.

—No me gusta. Da la impresión de que estoy tratando con criminales. ¿Sabes cuánto cuesta cada una de estas naves?

—¿Crees que porque son millonarios nunca intentarán aprovecharse de ti?

Massmann pasó los gruesos dedos por las tiras del overol.

—Yo solo quería estar preparado por si algo salía mal en el taller.

—Pero mi trabajo es protegerte de cualquier consecuencia legal. ¿Cuántas de estas naves llevan aquí más de seis meses?

Massmann pensó por un momento.

—De las doce… unas ocho.

—¿Y con cuántos de esos dueños has tenido contacto en el último mes?

—Veamos… Canessa llamó la semana pasada para avisar que transferiría el importe de los repuestos.

—Déjame adivinar: aún no lo hace. ¿Y el otro?

—Petersen. El maldito me notificó que traerá una grúa para llevarse su nave a otro taller, ahora que ya sabe dónde está la falla. Tendré suerte si me paga el desarme.

Bates hizo la misma mueca horrible de antes.

—Entonces tres cuartas partes de estas naves llevan más de seis meses estacionadas aquí sin generarte ingresos. Si sigues así, pronto te quedarás sin espacio para trabajar.

Él la observó con amargura. Ella tenía razón. Si quería salvar el negocio, tendría que empezar a hacer las cosas de una manera distinta.

—Está bien. —Cerró la mano derecha y su propio hologyz, fabricado en plástico, absorbió el texto—. Me moriré de vergüenza, pero haré que lo firmen.

—Es lo mejor, Massmann. —Bates encendió otro cigarrillo—. Veo que compraste uno de esos.

—Supongo que hay que adaptarse a los tiempos.

—Yo tiendo a ceñirme a lo que use el cliente. Y a propósito ¿quién es tu prospecto?

—Un tal Utkin. Trae una Bison roja.

—¿Bison? ¿El modelo que todavía está a la venta? Creo que vi un anuncio esta misma mañana. —Extendió los brazos como un presentador—: «Ahora con aislación reforzada. ¡La mejor protección contra los rayos cósmicos!».

Él detestaba la mercadotecnia, así que ignoró el comentario.

—Sí. Tiene un problema en el impulsor principal.

—Son buenas noticias. Tienes que mantenerte vigente. Los otros talleres tienen planes para actualizar sus máquinas y contratar técnicos jóvenes. Deberías seguir su ejemplo.

Massmann se resistía a esas ideas. Primero, sus planes no incluían arribar endeudado a la vejez, ni siquiera por una razón tan poderosa como la de modernizar la maquinaria del taller. Y en cuanto a lo segundo, opinaba que los ayudantes costaban más de lo que aportaban. Eran descuidados y había que enseñarles un sinfín de conocimientos básicos que las universidades e institutos parecían ignorar.

—Sería triste verte cerrar —dijo ella, levantándose.

Él se puso de pie de un salto. La silla salió chillando.

—No estaba al tanto de que los abogados tuvieran sentimientos —dijo, estirando la mano.

—Todo cambia. Algunos ya no consumimos sangre humana —dijo ella mientras le estrechaba la mano—. Cuídate, Otto. Espero verte pronto.

Massmann sonrió.

—Los abogados solo traen malas noticias. Mejor que no sea tan pronto.

Marzo, año 3

—Don Otto, ¡venga rápido!

La silla de Massmann salió volando. En un taller que opera con grandes maquinarias, un llamado apremiante solo puede significar que un accidente está por ocurrir. Bajó las escaleras como un huracán y se introdujo en el pozo desde el que lo había llamado Renzo, su nuevo ayudante, a cuya contratación había accedido recién después de un año y medio. Encima se alzaba la astronave en la que estaban trabajando. Una sustancia viscosa como la sangre inundaba el piso.

—¿Qué pasa? —preguntó con la boca seca.

—¡El barril de lubricante, don Otto! Se volteó y si no lo sujeto, ¡se derramará por completo! Ayúdeme a estabilizarlo.

El chico se encontraba en el montacargas, en el extremo opuesto al acceso al pozo, a media altura entre la superficie subterránea y las entrañas de la nave.

—¿Estás loco? Si entro ahí me resbalaré y me romperé el cuello. Lo absorberemos con gránulos. Aguanta, vaciaré los sacos.

—¡No, don Otto! —La transpiración empapaba el alargado cuello del muchacho—. Mejor traiga la bomba de succión. Este lubricante sintético es carísimo, no podemos perderlo.

—¿Crees que no lo sé? Chico, en lo que me tarde en armar la bomba te estallará una vena. Nos ocuparemos de las pérdidas después.

Por supuesto que desperdiciar todo ese lubricante daría un nuevo golpe a la precaria situación económica del negocio, pero la seguridad de un empleado estaba primero.

Abrió el compartimiento de servicio y tiró de una argolla de seguridad. Los gránulos brotaron de las paredes del pozo en cascadas y se desparramaron por el piso, tiñéndose de carmesí.

Massmann se aferró al pasamanos que recorría la pared y, con paso vacilante, fue acercándose al montacargas. Su overol, varias tallas más grande de lo que correspondía, se interponía a cada movimiento.

Alcanzado el montacargas, que estaba levantado a la altura de su pecho, Massmann dudó por un instante. Luego se agarró de él con tanta fuerza como pudo y, temiendo irse de bruces si se resbalaba sobre el piso grasiento, brincó para quedar suspendido en el aire.

Puñados de agujas se le clavaron en los brazos. Gruñendo, consiguió alzar medio cuerpo sobre la superficie elevada y se quedó ahí, con las piernas colgando. Tomó aire y, sorprendido de su propio brío, arrastró codos y rodillas hasta que el resto del cuerpo lo siguió.

El chico colapsaría en cualquier momento. Massmann se sacudió las botas y corrió a hacer fuerza contra el barril.

—A la cuenta de tres: uno…, dos…

El montacargas se sacudió cuando el barril volvió a su sitio. Renzo se dejó caer en el piso, jadeando.

—Pensé que te había caído la nave encima —dijo Massmann—. Agradece que he perdido peso, porque de otra manera no habría podido hacer nada de esto.

—Lo siento, don Otto —dijo Renzo, interrumpiéndose para tomar aire—. Sé que el dinero está escaso. ¿Cuánto cree que se ha perdido?

Massmann miró alrededor.

—No lo sé. ¿Medio barril? Varios meses de tu salario, eso es seguro.

—Se lo pagaré de alguna manera. Ha sido mi culpa.

—Ah, no importa. Lo incluiré en el crédito que estoy tramitando con el banco. Estaba por salir para allá.

Massmann enarcó las cejas. Debería haber habido espacio de sobra para el barril. ¿Por qué Renzo lo había ubicado en una posición tan precaria?

Se inclinó para inspeccionar la plataforma. Ahí estaba la gaveta con las herramientas, la caja con trapos sucios… ¿Qué sobraba?

—Renzo, ¿por qué colocaste el barril tan cerca del borde?

—Por mi estupidez, don Otto, nada más.

Renzo seguía tendido en el piso, con la pelvis levantada en una posición nada natural, exhausto por el esfuerzo realizado. En el mes que llevaba trabajando en el taller, Massmann no había observado en él signos de negligencia. De hecho, era un técnico recién egresado de la universidad, inteligente y al parecer bien entrenado aunque un poco soñador; cosas de la edad. ¿A qué venía este descuido?

—¿Qué tienes ahí debajo? —preguntó, acercándose.

—Nada, solo unos repuestos.

—Hazte a un lado.

—Estoy exhausto, don Otto. No me puedo mover.

—Que te quites, he dicho.

Lo apartó él mismo para descubrir por qué descansaba en una posición tan forzada. Debajo de su cintura había estado ocultando un contenedor que no pertenecía al taller: similar a una caja de zapatos, pero de aluminio bruñido, lo habían dotado de fijaciones magnéticas para facilitar su discreta instalación en algún rincón de la nave.

La cabeza de Massmann estuvo a punto de estallar.

—Chiquillo estúpido, ¿cómo te atreviste a traer esto al taller?

Renzo se cubrió la cara con las manos grasientas.

—No fui yo quien lo hizo, señor, solo me pidieron instalarlo.

—¿Holt? No está en edad de disfrutar de este tipo de entretenciones. Ni siquiera es capaz de volar esta nave sin un piloto. ¿Fue el hijo, acaso? Ese mocoso idiota solo piensa en fiestas y chicas. Por supuesto que fue él.

El chico sollozaba. El rostro le había quedado cubierto de aceite; las lágrimas resbalaban de sus mejillas sin mojarle la piel. Massmann tenía que hacerle ver la gravedad del asunto.

—¿Tienes alguna idea de lo que habría ocurrido si hubieras conseguido poner estas drogas en la nave? La Aduana Lunar las habría encontrado en un tris y ¿quién crees que habría ido preso? Tú, por plantarlas y yo como responsable de lo que ocurre en el taller.

—Lo siento, don Otto —dijo Renzo, con un hilo de voz—. Fui un estúpido. El hijo de Holt me prometió llevarme a la Luna para recuperarlas. Cuando las trajo yo ya me había arrepentido, pero me amenazó diciéndome que era demasiado tarde.

—Debiste habérmelo contado. Yo le habría mostrado lo que podía hacer con sus dichosas drogas.

Renzo se secó las lágrimas, esparciéndose aceite por el rostro.

—Fui un estúpido, don Otto. No me pude negar.

—¿Tan grande es la necesidad que sienten ustedes, los jóvenes, por las fiestas, los lujos y la diversión?

—¡No se trata de eso! ¿Ha viajado usted alguna vez al espacio?

—Nunca lo he hecho y nunca lo haré. No puedo pagarlo.

Se quedó un momento observando el aspecto fantasmagórico que las manchas de aceite le habían dado a la cara del muchacho. Entonces lo entendió.

—¿Lo hiciste para ir a la Luna?

—Me habría conformado con salir de la estratósfera —respondió el chico, bajando la vista.

Massmann cerró la boca. Luego suspiró y fue a sentarse a su lado.

—Mira —dijo con suavidad—, entiendo cómo te sientes. A tu edad tenía las mismas ansias. Creí que, si aprendía lo suficiente y trabajaba con mucho entusiasmo, algún día tendría la posibilidad de ir al espacio. Pero después de todos estos años sigue siendo un asunto condenadamente caro, que por placer solo los millonarios pueden permitirse. Y a cada vacante para un trabajo en el espacio postulan cientos de miles; debes saberlo, porque seguro que intentaste eso antes de presentarte aquí.

—Es imposible. En la universidad solíamos quejarnos de eso. Fundamos una sociedad llamada «Los Pioneros», para prepararnos haciendo proyecciones y proyectos. No funcionó. Ninguno de nosotros consiguió un trabajo en el espacio; ni siquiera los que teníamos calificaciones sobresalientes desde el kindergarten.

Los largos y delgados brazos del muchacho le colgaban como los de una marioneta desechada. Massmann sintió que el pecho se le apretaba.

—Quizá las cosas cambien en el futuro —mintió, como había hecho consigo mismo mucho tiempo atrás—. En unos años la técnica habrá avanzado lo suficiente como para que el viaje al espacio sea abordable para pobretones como nosotros. Quizá yo no lo vea, pero seguro que tú y tus amigos sí.

—Nada de eso ocurrirá mientras sigan fabricando estos yates.

¿Cuántas veces Massmann había pensado lo mismo? Recordó los cálculos realizados en su juventud, intentando reducir al mínimo la masa, para ver qué tan barato podía ser fabricar una astronave. El resultado siempre fue el mismo: no era posible disminuir los costos más allá de cierto punto, y ese punto se encontraba todavía dentro de lo que solo los ricos podían pagar.

—Tendría que haber naves de bajo costo, para las masas —pensó en voz alta, poniéndose de pie con una sensación de vacío—. Pero basta de cháchara. Terminaremos el trabajo juntos cuando vuelva del banco. Por mientras, te toca limpiar este desastre.

* * *

En la salita de espera, Massmann se revolvió incómodo al interior de su traje formal. Como si fuera poco estar obligado a disfrazarse así, debía lidiar con que sus prendas fueran ahora más grandes de lo que correspondía. El destino de su negocio estaba en juego: en los últimos dieciocho meses había realizado una serie de inversiones para modernizar el taller. Sin embargo, tanto el flujo de clientes como las ganancias se mantenían a la baja. Las preocupaciones afectaban a su apetito, que ya no era el de antes. Como consecuencia, su masa decaía en la misma medida que su patrimonio; se encaminaba a terminar enjuto y arruinado, a menos que consiguiera el nuevo préstamo.

—Señor Massmann, el señor Wyse lo espera.

Wyse no era el ejecutivo habitual, pero a Massmann eso no le preocupó. Se puso de pie y se alisó el pantalón con un movimiento preciso.

La oficina que la secretaria le había señalado no se parecía a la que había visitado antes, cuando el negocio iba bien. Cierto temor latente se manifestó: ¿acaso el banco ya no lo consideraba un cliente VIP?

Se sentó en la silla de plástico, único mobiliario presente en la habitación débilmente iluminada y sin más puertas ni ventanas, preguntándose de dónde saldría y dónde se sentaría el ejecutivo. Otrora, habría sido recibido con unas finísimas galletas y un refinado café; en esta ocasión iba a ser imposible, a no ser que se tratase de un agasajo volador.

Sus inquietudes fueron resueltas por el clic que precedió a la aparición del holograma. Era más barato que lo atendieran desde una sucursal. Massmann meneó la cabeza, incrédulo.

El brillo de la proyección compensó la deficiente iluminación de la oficina. Tomó la forma de un hombre alto y delgado, vestido y peinado en afiladas líneas rectas, las mismas que exhibía el escritorio tras el cual aparecía sentado.

Massmann no se amilanó. Aparte del hologyz que portaba, en su taller había instalado también un proyector de hologramas para ir acorde con los tiempos. Y el suyo funcionaba mejor que el del banco, porque la proyección del ejecutivo era grotesca; sus dimensiones estaban fuera de toda proporción.

Wyse lo miró por el borde del escritorio.

—Buen día —dijo con una voz suave y bien modulada—. ¿Qué necesita?

Era como encontrarse frente a un juez. Massmann vaciló.

—Es sobre mi solicitud de préstamo. Ustedes me citaron.

Wyse se mostró turbado.

—Otto Hubert Massmann —repasó—. De Massmann EIRL. Sus balances no son nada auspiciosos. Pérdidas durante los últimos cinco años por quinientos mil millones…

—Atravesamos unos períodos difíciles —interrumpió—, pero ya nos estamos recuperando. Es cuestión de tiempo…

—Nuestro analista financiero proyecta su quiebra en poco más de seis meses.

Massmann se quedó sin palabras. Era la primera vez que alguien era así de tajante en cuanto a la situación de su negocio.

—Su analista no lo sabe todo. Hace un mes contraté a un nuevo técnico, un chico brillante, recién egresado de la universidad.

—No hará diferencia.

—Y he invertido todo mi capital en la renovación de la maquinaria. La próxima semana me entregarán los nuevos escáneres.

Wyse meneó la cabeza. Massmann continuó:

—Ahora lo único que necesito es este crédito para consolidar las deudas y contar con capital de trabajo hasta que el negocio se recupere.

Wyse lo miró con expresión severa.

—Los cambios que menciona no aportan suficiente innovación. Su negocio sigue siendo inviable. Ni siquiera está considerando el aumento que está sufriendo en la industria el costo del manejo de la chatarra. Debió consultar con un asesor financiero antes de comprometer todo su capital. El banco podría haberle ayudado en eso.

—Mire, Wyse, estoy en este negocio desde mis veintes. Le aseguro que sé una que otra cosa que los analistas ignoran.

—El bien más importante de nuestro banco es su analista financiero. Es lo que nos mantiene a la cabeza. Se le considera el software analítico más avanzado de todo el sistema solar. Cada día procesa miles de iniciativas de inversión en los negocios más variados, desde emprendimientos personales como el suyo hasta aventuras a gran escala, como la construcción de resorts en la Luna.

—Pues llévele mis nuevos antecedentes —dijo Massmann, señalando su hologyz—. Mis contrataciones e inversiones.

—Eso no será necesario. Lo lamento, señor Massmann, pero el banco ha rechazado su solicitud de crédito. Le sugiero que no realice más inversiones y se prepare para liquidar sus bienes. Cuanto antes lo haga, menos deudas tendrá que enfrentar.

—¿Pero es que ni siquiera dejarán que su dichoso analista estudie mi nueva situación?

—Ya lo hizo.

—¿En qué momento?

—Hace un minuto.

—Hace un minuto se la expliqué.

—Y yo se la envié mientras hablábamos.

—¿Pero cómo… —Massmann se interrumpió—. Por supuesto. Usted no es un hombre. Usted es un programa de interfaz. El banco ni siquiera le está pagando a un empleado para hablar conmigo.

* * *

Renzo se echó el saco de basura al hombro y avanzó bamboleándose por entre los cascos de las naves hacia el otro extremo del taller. Podría haber usado la plataforma móvil, pero prefirió hacerlo a pulso. Massmann, metido de nuevo en su overol, lo observó atento desde el acceso al pozo, que estaba ahora reluciente.

El ánimo del chico había resurgido tras fregar los restos de lubricante de las baldosas. ¡Maravillas del trabajo físico! Massmann tuvo que reconocer que observar su sosiego le resultaba reconfortante, a pesar de las penurias que se le venían encima.

Porque haber evitado que Renzo se metiera en un lío con la justicia, enseñándole de paso una lección, era innegablemente una victoria. Quizá los errores de su pupilo eran las baldosas que él debía fregar para encontrar la paz.

—¡Está lleno, don Otto! —oyó gritar a Renzo desde el contenedor de basura.

—Déjalo. Mañana vendrán los de Manejo de Residuos.

Al rato volvió Renzo de la bodega con un nuevo barril de lubricante, asegurado con ajustadas correas al carro de transporte.

—¿Cuánto se gasta cada mes en procesar la basura? —preguntó mientras metía el carro en el pozo.

—¿Todavía preocupado por el perjuicio económico? Te dije que lo olvidaras. Además, el problema no son esos desperdicios. El problema es que cuando se produce una falla cara de reparar, es más barato para los dueños dejar las naves aquí que repararlas o pagar a Manejo de Residuos para deshacerse de ellas en forma legal. Nos vamos quedando sin espacio y a la larga tendremos que hacernos cargo de los costos de desguace.

—No puedo creer que simplemente las abandonen.

—Son muy viejas. Su valor comercial es inferior al de repararlas en la mayoría de los casos.

—Pues si yo tuviera una de estas, no la dejaría así como así.

—Por eso es que ellos son millonarios y nosotros no —dijo Massmann, encogiendo los hombros.

Estaban de nuevo en el montacargas. Esta vez Massmann supervisaría el reemplazo del lubricante. Operó el control y la plataforma comenzó a ascender.

Renzo paseó la vista por la porción de taller que se dejaba ver entre el piso y el casco de la nave en que se adentraban.

—¿No podríamos… darles algún uso, ya que las dejaron aquí?

—Recién sales de un problema y ya quieres meterte en otro. Legalmente no nos pertenecen, aun cuando no volvamos a ver a los dueños.

—Pero podríamos usarlas para algo.

—¿Repararlas por nuestra cuenta para que después se las lleven sin pagar? Ni loco que estuviera. Además, ya te lo dije: los costos son altísimos.

Renzo pensó antes de volver a la carga:

—¿Pero y si instaláramos un museo, o un parque de diversiones?

Las carcajadas de Massmann hicieron eco en el compartimiento de servicio al que casi habían ingresado por completo.

—Entonces los locos serían los visitantes, porque estos cascajos están lejos de convertirse en clásicos.

—Pero eso no le importaría a los chicos. Seguro que estarían felices de venir a gastarse la mesada aquí. Yo lo habría hecho, y apuesto a que usted también.

—A mí no me daban mesada —contestó Otto, deteniendo el montacargas.

Una hora después, el trabajo estaba terminado y la astronave lista para irse a la Luna. El montacargas concluyó su descenso dejando a Massmann, Renzo y un barril de lubricante vacío de vuelta en el pozo. El jefe del taller se masajeaba el cráneo con las manos grasientas, gruñendo.

—Si estás dispuesto a trabajar en eso en tus ratos libres, Renzo, está bien. Toma dos de las astronaves abandonadas y trata de dejar una funcionando. Probablemente nunca vuelva a ver a los dueños otra vez, pero si alguna vez aparecen, más vale que estés preparado para deshacer todas las modificaciones, y rápido.

—Gracias, don Otto. Empezaré esta misma noche. ¿Qué me dice de la roja que tiene en el fondo del taller, la Bison, y otra más antigua, como esa Speziale color azul plateado?

—La Bison no volverá al espacio a menos que reconstruyas el impulsor principal completo —respondió Massmann—. La última vez que vi al sinvergüenza del dueño fue cuando le entregué el presupuesto de la reparación, y de eso hace ya un año y medio. No te dejes llevar por su apariencia. Es bonita y roja, pero eso es todo. Y las partes de la Speziale, esa chatarra italiana, no le servirán. Ni siquiera fueron fabricadas en el mismo continente.

—Todavía no le explico lo que pretendo hacer…

—¡Y prefiero no saberlo! No quiero que después vengas diciendo «ayúdeme, don Otto, me metí en un lío». —Le hizo un gesto burlón—. Y nada de visitas en el taller. Tendrás que montar tu exhibición afuera.

De todas maneras Renzo estaba demasiado entusiasmado como para detenerse a dar explicaciones. Se llevó el barril vacío a la bodega y se puso de inmediato a trabajar en su proyecto.

Septiembre, año 3

¿Tambores? ¿Quién podía estar tocando tambores un sábado por la mañana? Massmann bostezó perezoso, pero su aliento se volvió amargo antes de terminar. Acudieron a él los pensamientos con que se había ido a dormir: el taller, la quiebra, el cierre; la liquidación de los bienes; deudas, acreedores, cálculos. Ni siquiera fue a dormir a su casa; simplemente se tendió en el catre que mantenía detrás del despacho.

Era el mismo catre que, en otros tiempos, lo recibía al final de las celebraciones con sus amigos en el taller. Sin el efecto adormecedor del alcohol, se daba cuenta ahora de cuán incómodo era en realidad.

También se daba cuenta de cuán cierto era que los amigos desaparecen cuando las cosas van mal. ¿O era él quien los evitaba?

Sea como fuere, tenía la sensación de que su único amigo verdadero era ahora Renzo. Con la misma dedicación con la que él preparaba la liquidación de sus bienes, el muchacho trabajaba en su «proyecto» al interior de la Bison. Y aunque habían estado ocupados cada uno por su lado, Massmann no podía dejar de admirar la voluntad del chico, sobre todo porque sabía que él mismo, a esa edad, habría abandonado un asunto así hace mucho.

Porque, si Renzo aspiraba a reparar la Bison, no parecía ir encaminado al éxito. Lo había visto llevar a su interior un sinfín de partes de la Speziale que no le servirían. Una vez trajo al taller un contenedor sospechoso, con marcas de la universidad; ante sus protestas, le aseguró que esta vez se trataba de algo legal, parte de un proyecto de «Los Pioneros».

Era una lástima que él y su único amigo se dedicaran a proyectos fracasados o destinados a fracasar.

Massmann se veía a veces tentado de descargar su frustración en Renzo, demandando que dejara eso, pero lo que hiciera el muchacho no era asunto suyo y, de todas maneras, no le estaba causando daño a nadie. Lo había autorizado a utilizar los recursos del taller, exigiéndole dedicarse a ello fuera de su horario laboral, y Renzo seguía sus indicaciones al pie de la letra.

Un resorte se clavó en la ahora huesuda espalda de Massmann. Cuando al fin sus ojos decidieron enfocar a la misma distancia, lo sacudió el ruido de los tambores que redoblaban. Pero no eran tambores, sino la puerta metálica del taller. Alguien, en la calle, demandaba ser atendido.

Se puso el overol de mala gana y salió de su despacho arrastrando los pies, con la vana esperanza de que el visitante desistiera. Desde la pasarela observó la puerta, que se combaba ante cada golpe.

De ninguna manera iba a abrir de inmediato a un visitante tan inoportuno. Se limitó a activar el intercom mediante su hologyz. Frente a él flotó una imagen holográfica plana de lo que había tras la puerta.

Era un hombre que Massmann recordaba vagamente. Estaba parado tan cerca de la cámara, que su nariz chata llenaba la imagen.

—¿Podría usar el llamador, sabe? No hay necesidad de despertar a todo el barrio.

—¿Massmann? Qué suerte encontrarlo en persona. Necesito que me deje entrar cuanto antes.

—Mire, amigo: estamos cerrados. El negocio no va más. No recibimos nuevos clientes.

—Déjese de juegos y abra la puerta. Vengo a llevarme mi nave.

Massmann lo recordó al fin: era Utkin, el dueño de la Bison.

* * *

—Vuelva el lunes, estamos cerrados.

Massmann se giró en dirección a la Bison, de manera que Utkin no la viera a través del intercom. Renzo no estaba a la vista.

—De ninguna manera. Estoy autorizado a hacerlo hoy mismo; si es necesario traeré al secretario del juzgado.

—Me temo que no será posible porque… —improvisó— la nave lleva dos años aquí. La movimos al fondo del taller. Voy a necesitar un par de días para acomodar las otras y poder sacarla.

El holograma de Utkin frunció el ceño.

—¿Es eso cierto, Massmann? No me mienta.

—Ciento por ciento.

—Gírese. Déjeme verla.

Lentamente, dio media vuelta. La Bison quedó detrás suyo, lejos, en el fondo del taller. Alzó sobre su hombro el hologyz para mostrársela.

Utkin movió la cabeza, observando el taller desde el otro lado.

—Bien —dijo.

—¿Bien?

—Sí. Conseguiré una grúa. Usted abrirá el techo del galpón y la sacaremos por ahí. Volveré en un par de horas.

—¿Qué? Un momento…

Pero Utkin ya se había ido.

* * *

Massmann empujó inútilmente la escotilla de la Bison. Golpeó con los nudillos. Palmeó hasta que las manos le ardieron. Pegó una oreja al casco, pero solo oyó los ecos de sus propios golpes. Renzo estaba mudo ahí dentro.

Subió a la pasarela de su despacho para observar la nave desde una posición elevada. No hubo suerte: las puertas superiores del compartimiento de carga estaban selladas como el resto de las escotillas. Empezó a calcular si el soplete le daría acceso al interior antes del retorno de Utkin…

Se palmeó la frente y meneó la cabeza. No es que fuera estúpido: era la falta de sueño. Porque mucho más fácil que abrir un boquete en el casco era llamar a Renzo para pedirle que abriera la escotilla desde adentro.

Cursó la llamada inclinado sobre la baranda de la pasarela, tamborileando sobre ella con mayor intensidad a cada segundo.

Renzo aceptó la comunicación, pero solo mediante audio. Massmann ni siquiera le dio los buenos días.

—¡Tienes que salir de ahí ya! Y deshacer o disimular cualquier cambio que hayas hecho.

Como respuesta se oyó un crujido plástico.

—¿Renzo? ¿Estás ahí? Debes abrir la escotilla ahora.

Otro crujido corto, luego uno largo. Una pausa. Un zumbido eléctrico que sacudió a Massmann y al fin la voz clara de Renzo:

—Lo siento, don Otto. No había conectado el micrófono del traje de materiales peligrosos.

—¿Materiales peligrosos? ¿Qué demonios estás haciendo ahí?

—Nada… peligroso, no se preocupe. El traje me protege a mí y el casco reforzado de la nave lo protege a usted. Es solo un combustible experimental que tomé prestado de la universidad.

La mirada de Massmann se volvió vidriosa, pero no había tiempo para discutir.

—Escúchame bien: Vino Utkin a llevarse la nave. Volverá muy pronto. Debes sacar todo eso y salir.

—¿Qué? No, no puede ser. Estoy a punto de conseguirlo; quizá termine hoy mismo. Después de eso no importará lo que ocurra.

—A mí me importará, ¡porque yo seré el acusado ante el juez!

—Don Otto, vendí todo lo que tenía para conseguir las partes faltantes. Si me detengo ahora, nunca lo lograré. Por favor ayúdeme un poco más, le prometo que lo compensaré.

Massmann se paseó de un lado para otro. Había más de una docena de astronaves abandonadas en el taller; Renzo podría haber escogido cualquier otra…

Pero claro, la Bison era la más moderna, y era roja. Massmann debió haber previsto que Utkin volvería por ella. Su atractivo era capaz de causar una disputa.

Se quedó quieto frente a la baranda y tomó aire.

—Utkin traerá una grúa. ¿Qué quieres que haga?

Renzo tardó unos segundos en responder.

—Consígame todo el tiempo que pueda. Quizá baste con unas horas más. Se lo explicaría, pero ya es demasiado tarde. Ahora debo seguir trabajando, le avisaré cuando esté listo.

La comunicación se interrumpió. Massmann se inclinó sobre la baranda, escondiendo la cabeza entre las manos.

Un momento después, se irguió y volvió a hacer una llamada.

Casi al instante se materializó la imagen de Jocelyn Bates. Massmann la observó con la cabeza apoyada sobre una mano.

—Hola, Joce.

Ella se sobresaltó al verlo.

—¿Massmann? ¿Qué ocurre?, ¿estás bien?

* * *

El tintineo de la taza de café vacía sobre el escritorio indicó a Massmann que la espera había terminado.

La grúa se aproximaba.

Había tenido tiempo de desayunar y reflexionar. Con el estómago lleno y la cabeza vacía, la situación ya no le parecía tan desesperada.

Se puso de pie y levantó platos y tazas con la punta de los dedos. Los llevó al fregadero, detrás del despacho, y los fue ordenando del más grande al más pequeño.

Esperó antes de ponerse a lavarlos. Justo como había calculado, volvieron a oírse los golpes en la puerta. Acercó su hologyz y dijo:

—En un momento.

Silbó una melodía mientras abandonaba el despacho y bajaba las escaleras. Por un error de cálculo alcanzó la puerta cuatro compases antes de que la canción terminara, así que retrocedió durante los dos siguientes y volvió a avanzar durante los otros dos, haciendo coincidir con exactitud la nota final con la pulsación del botón para abrir la puerta.

La luz y el ruido de la ciudad se colaron en el taller. Utkin estaba parado del otro lado, todo impaciencia. Detrás de él, ocupando una pista de la calle y parte de la acera, se encontraba la grúa, un monstruo amarillo que blandía su robusto brazo, con más ruedas de las que alguien podía contar. Los transeúntes giraban la cabeza al pasar.

—¡Buen día! —dijo Massmann, apoyándose en el marco de la puerta. Como recordaba, era unos buenos centímetros más alto que Utkin y, perdido el sobrepeso, debía resultarle intimidante.

—Buenos días, Massmann —dijo Utkin, cortante, mientras lo observaba con atención—. Me alegra que podamos hacer esto de manera amistosa.

—¿Por qué tendría que ser de otra forma? ¿Acaso porque sé que piensa llevarse su nave a otro taller sin siquiera pagarme el diagnóstico?

—No sea cínico. Le transferiré los fondos tan pronto como vuelva a mi oficina.

—Apuesto a que sí. Pues bien, no le dejaré entrar si no me paga lo que dice el contrato.

—No puede hacer eso, Massmann. Si no le pago, demándeme. Pero la nave es de mi propiedad y puedo sacarla de aquí cuando se me antoje. Ahora abra el techo para que mis muchachos procedan. —Señaló a los tres hombres que instalaban los estabilizadores de la grúa, preparándola para levantar la astronave.

—Mi abogada no comparte esa opinión. Quizá la conozca, se llama Jocelyn Bates…

—Conque así será. Le advertí que puedo hacer venir al secretario del juzgado. ¿Está seguro de que quiere convertirse en el hazmerreír del barrio?

Massmann dio un paso hacia Utkin, que a su vez dio un paso atrás. Luego se inclinó para quedar más cerca de su rostro.

—Traiga a un juez de la suprema corte si quiere. Pero no se llevará la nave hasta que me pague el último centavo.

Utkin no respondió; solo caminó hacia atrás levantando un puño con el dedo índice apuntando a Massmann. Una vez que estuvo a una distancia prudente se volvió y corrió a refugiarse a un costado de la grúa, desde donde lo observó furibundo, mientras llamaba a alguien desde su dispositivo de comunicación.

Massmann envió un mensaje a Jocelyn Bates:

TENÍAS RAZÓN. UTKIN TIENE CONTACTOS. EL JUZGADO LO ATENDERÁ SIN IMPORTAR QUE SEA SÁBADO.

Utkin terminó de hablar, avanzó unos pasos y gritó desde la acera:

—¡El secretario del juzgado viene en camino, Massmann! ¡Obedecerá o lo meterán preso por desacato!

Algunos curiosos se detuvieron, atentos a lo que ocurría.

La respuesta de Bates no se dejó esperar:

VOY PARA ALLÁ.

* * *

Los ductos de ventilación de la Bison descargaron unos chorros de gas incoloro. Massmann los observó perplejo, pero de inmediato moderó sus expectativas. Ello solo significaba que el chico estaba limpiando la atmósfera interior, expulsando el aire a través de los filtros. ¿Había terminado de trabajar con el combustible experimental? Qué suerte tendría Utkin si un muchacho talentoso como Renzo le reparara la nave gratis y se la tuviera lista justo cuando venía a llevársela.

Desde la calle había estado escuchando un murmullo que aumentaba conforme transcurrían los minutos. Si la inmensa grúa y los gritos de Utkin ya atraían a los curiosos, la llegada del secretario del juzgado, su abogada, y eventualmente la policía, solo harían crecer el interés de la multitud. Pronto no se hablaría de otro tema en la ciudad.

Renzo no contestaba las llamadas.

Miró ansioso la imagen del intercom. Utkin hablaba con los transeúntes haciendo toda clase de gestos en dirección al taller, hasta que un taxi se detuvo tras la grúa. Del vehículo descendió un viejecito pequeño, de grandes gafas, que portaba un maletín anticuado. Utkin se acercó presuroso a recibirlo.

No tenía noticias de Jocelyn Bates desde su último mensaje. El tiempo de Renzo se acababa.

Salió al exterior. La muchedumbre rodeaba la grúa y los jardines de los lotes vecinos. El tránsito en la calle estaba detenido casi por completo. El viejecito se le acercó sin más preámbulo, con el otro detrás.

—¿Señor Otto Hubert Massmann?

—El mismo. ¿Y usted es…?

—Dimitri Landon, secretario del tercer juzgado. Tengo en mi poder una orden del juez que le obliga a dar todos los accesos necesarios al señor Utkin, aquí presente, para retirar de su taller una astronave Astrix Bison, matrícula UKN-743…

El secretario continuó con su palabrería legal, mientras Massmann se preguntaba dónde se había metido su abogada.

—… de lo contrario, estoy autorizado a invocar a la fuerza pública para que haga cumplir lo dictaminado —concluyó Landon, alargándole unas hojas de papel, a la antigua usanza.

Utkin sonrió. Massmann examinó los papeles sin entender una palabra.

—Señor Landon, mi abogada está en camino. ¿podemos esperarla?

El viejecito observó su auténtico reloj digital de muñeca. Una antigüedad.

—Por si no se ha dado cuenta, es sábado. Debo volver al juzgado antes de las 13 horas. Además, no hay nada que su abogada pueda hacer para evitar la ejecución de esta orden.

Massmann probó la determinación del secretario:

—¿Y si me rehúso?

—Ya se lo dije. La policía tomará el control de su taller por la fuerza y usted será encarcelado por desacato.

La determinación del secretario era sólida. Massmann había agotado todas sus opciones. Con una especie de reverencia se hizo a un lado, y señalando la puerta del taller dijo:

—Pues pasen ustedes. En un momento abriré las compuertas del techo.

El murmullo de la multitud se hizo más intenso mientras Utkin hacía señas a los operadores para que terminaran de preparar la grúa.

El secretario Landon entró al taller, seguido de Massmann y Utkin.

Massmann parpadeó. Las luces exteriores de la Bison estaban encendidas. Landon murmuró algo a Utkin, que señaló a la nave en respuesta. Los ductos de ventilación hicieron ahora una descarga más violenta, cuyo silbido estremeció al viejecito. El aire se llenó de un aroma acre.

—¿Qué es todo esto? —preguntó el secretario ante la mirada molesta de Utkin.

—Oh, nada —respondió Massmann, con una sonrisa fingida—. Solo unos preparativos para la entrega.

—Abra el techo de una vez —dijo Utkin—. La grúa ya está desplegada.

Con un suspiro, Massmann activó el control. El techo motorizado crujió antes de dividirse. Emitiendo chasquidos y zumbidos de relevadores y servomecanismos, ambas mitades comenzaron a separarse, dando paso al deslumbrante espectáculo del cielo de mediodía. La multitud calló. La luz fue inundando cada rincón, desde el centro hasta los extremos. El movimiento concluyó con un sonido seco, dado que el taller había quedado completamente expuesto y ya no había eco.

Utkin atravesó el umbral para vociferar algunas órdenes a sus hombres. Massmann mantenía la vista fija en la astronave, que expelió un último, y más débil, chorro de gases. Renzo había terminado de ventilar la atmósfera interior.

Desde afuera le llegó el ruido de unas puertas de vehículos que se cerraban y después unas órdenes dadas por altoparlantes. Había llegado la policía para controlar a la multitud.

—¡Rápido! —oyó gritar a Utkin.

El brazo amarillo de la grúa se asomó por la abertura del techo. A Massmann siempre le sorprendía cuán suaves y silenciosos eran los movimientos de esas máquinas. Giró la cabeza para observar el casco de la Bison, que refulgía bajo la luz directa del sol. Era tal el brillo, que estuvo a punto de pasar por alto que las balizas de su compuerta superior se habían encendido.

Renzo iba a abrir la nave.

Massmann quiso correr para recibir al muchacho, pero a lo lejos escuchó una voz familiar. Algo en su tono le obligó a detenerse y prestar atención.

Caminó hacia la puerta del taller, buscando el origen de la voz, con la mirada todavía fija en la astronave. Sus compuertas superiores ya se abrían, pero desde la posición baja donde se encontraba era imposible ver lo que había dentro.

Llegó a la puerta y se obligó a mirar hacia afuera. Ahí estaba Jocelyn Bates, forcejeando con Utkin para que la dejara entrar.

—Hágase a un lado antes de que… —decía ella.

Massmann se acercó dando zancadas, pero antes de tener al alcance a Utkin, Jocelyn lo había derribado mediante un puntapié en la rodilla. La multitud entonó un «Uuuh» y Massmann se quedó boquiabierto.

La expresión dura de ella se suavizó al verlo. Sonrió solo un instante antes de preguntarle:

—El secretario, ¿dónde está?

—Dentro. ¿Estás bien?

Pero ella ya se encaminaba al taller, haciendo algo sorprendente: blandir unos documentos en papel, a la antigua usanza.

Massmann corrió tras ella sin detenerse a mirar a Utkin. Alcanzó a traspasar el umbral cuando se produjo la explosión.

* * *

No fue una onda de choque, propiamente tal, lo que derribó a los presentes. Se trató más bien de la conmoción ante el rugido y el fogonazo que provino del interior de la Bison, cuya luminosidad superó incluso al sol del mediodía.

Semiaturdido, Massmann dudó de sus propios ojos cuando vio emerger de la nave una especie de cápsula metálica color azul plateado. No era más que un cilindro con semiesferas en sus extremos, de unos tres metros de largo por uno y medio de diámetro, con un sistema de propulsión en el extremo posterior y un frente transparente.

El vehículo flotó sin emitir sonido alguno por sobre los cascos de las naves del taller, manteniendo la distancia con el grupo. Massmann trató de destaparse los oídos con los dedos, pero el tono de llamada que oyó le confirmó que su audición no había sido afectada.

Era Renzo, llamando desde el interior de la cápsula. La imagen holográfica lo mostraba inclinado hacia adelante sobre los controles, montado arriba de un sillín instalado a lo largo del cilindro. Apenas tenía espacio para girar la cabeza en dirección a los distintos indicadores.

—Perdón por el escándalo, don Otto, pero no tuve tiempo de preparar una pantalla de lanzamiento.

—No te preocupes, creo que estamos bien. —Observó a Jocelyn, que se sacudía el traje después de ponerse de pie como él. Le hizo un gesto interrogativo.

Ella se limitó a asentir, señalando al holograma.

—¿Conseguiste lo que querías? —preguntó Massmann al muchacho.

—Estoy por averiguarlo. ¿Sabe cuál es la forma más emocionante de ir al espacio?

Massmann meneó la cabeza.

—Como piloto de pruebas, don Otto, ¿se imagina?

—Irás al espacio en eso.

—Solo una órbita y el concepto quedará probado. ¡Le enviaré una foto desde allá!

A Massmann se le ocurrieron mil razones por las que esa era una mala idea, pero no se atrevió a mencionar ninguna. Nada detendría a Renzo ahora. Su determinación era mucho más grande que la que él hubiera tenido jamás.

—Buena suerte —le dijo.

Y cortó la comunicación. La cápsula se elevó poco a poco hasta superar la altura del taller. Luego aceleró hacia el cénit al mismo ritmo de una astronave normal. A los pocos segundos no era más que un punto en el brillante cielo. Después desapareció.

Massmann y Bates se miraron atónitos.

—¿Alguien podría ayudarme?

El secretario Landon seguía sentado en el piso, con sus papeles desparramados alrededor. Massmann lo puso de pie mientras Bates recogía los documentos.

—¿Señorita Bates? ¿Usted es la abogada del señor Massmann?

—Buenas tardes, señor Landon —dijo ella, estrechándole la mano con una gran sonrisa—. ¿Cómo están Edith y los nietos?

—Bien, me esperan para almorzar. —La expresión del viejecito se ablandó por primera vez—. Supongo que podemos continuar…

—Por favor —dijo Utkin, que se acercaba cojeando—. Terminemos de una vez con esto.

Landon miró a Bates. Ella dijo:

—Llegué tarde porque pasé por el juzgado. Le envían esto.

Le alargó un fajo de papeles al secretario y otro a Utkin. El viejecito empezó a leer siguiendo los renglones con la punta del dedo, sonriendo y afirmando con la cabeza al final de cada párrafo. Utkin, a su vez, empalidecía conforme avanzaba en la lectura.

Massmann llevó a Bates a un lado.

—¿De qué se trata esto? ¿Por qué te tardaste tanto? ¿Y por qué no me diste una copia?

—Porque de todas maneras no lo entenderías. Pero te haré un resumen. ¿Recuerdas las cláusulas que te convencí de poner en los contratos hace dos años?

—Sí.

—Una de ellas establece un cobro por el almacenamiento de la astronave mientras se realizan las reparaciones.

—¿Y…? Creí que se trataba de textos estándar.

—Considerando los antecedentes de tus clientes, en tu caso fui más creativa. Durante los primeros meses se aplica la tarifa estándar, pero después de cumplir un año…, es mejor que el cliente ni se asome. Por supuesto, nadie lee los contratos.

Bates parecía divertida. La mente de Massmann estaba paralizada.

—Todavía no lo entiendo.

—Massmann, después de dos años, Utkin te debe tres veces el valor comercial de esa astronave. Me tardé porque le expliqué eso al juez y conseguí una orden de embargo a tu favor. Legalmente la nave es tuya, él no la puede tocar.

Massmann abrazó a Jocelyn Bates y, por sobre su hombro, vio salir a Utkin ante la mirada disgustada del secretario Landon. Al cabo de un momento, el brazo de la grúa comenzó a abandonar el espacio aéreo del taller.

* * *

Massmann y Bates salieron a la acera, con Landon a la cabeza. La multitud empezaba a dispersarse. Utkin había desaparecido. Los obreros empacaban la grúa.

—Debo encontrar un taxi antes de que este armatoste corte el tránsito —dijo el secretario, mirando a la abogada—. Ha sido un placer verla.

—Igual para mí. Salude de mi parte a la familia.

El viejecito se alejó. Bates se volvió hacia Massmann.

—¿Y Renzo?

Massmann le mostró la imagen plana, a todo color, que acababa de recibir. En el fondo se apreciaba una extensión interminable de la Tierra, con sus cordilleras y sus nubes, iluminada por la luz del sol; en primer plano, un muchacho haciendo un saludo al interior de una semiesfera transparente, con una sonrisa que expresaba una alegría tan profunda, que parecía que iba a salírsele del rostro.

Era algo contagioso, porque Massmann no pudo contener la risa que le provocó, y el alivio que vino con ella fue tan grande que no le importó que Jocelyn viera cómo, entre carcajadas, le corrían lágrimas por las mejillas enrojecidas.

Fue ella quien lo abrazó esta vez, mostrando que no le importaban las manchas de grasa que su traje había ido adquiriendo. El tono de llamada los interrumpió.

—Vaya —dijo Renzo—. Las comunicaciones funcionan de lo más bien acá arriba.

—Yo estaría más preocupado por la integridad del casco —dijo Massmann, secándose las lágrimas—. Y por el reingreso.

—Todo va al cien por cien. Recuerde, don Otto, chatarra italiana —dijo, golpeando el interior de la cápsula.

—Entonces, solo usaste la Bison por su aislación reforzada.

—Necesitaba protegerlo a usted y al taller de la radiación.

—Has inventado algo extraordinario, no lo arruines. ¡Naves para las masas! Sería una tragedia que sufrieras un accidente ahora.

El holograma de Renzo lo miró fijamente.

—Revise sus documentos, don Otto. Por si algo sale mal, le he enviado los planos de este vehículo, junto con toda la documentación del proyecto, para que usted continúe con él. Seguramente tendrá que suscribir un convenio con la universidad para conseguir los materiales del nuevo combustible, pero la señorita Bates le ayudará con eso y con las patentes. Olvídese de su viejo negocio, porque este es el futuro: naves para las masas, como dice usted. Yo les llamo motocicletas espaciales.

—No digas tonterías, Renzo. Será mejor que vuelvas aquí sin un rasguño.

—Es lo que pretendo, pero me quedan todavía un par de horas de vuelo. Es sábado y no veo nubes cerca de su posición. Disfruten la tarde, ¡adiós!

El holograma de Renzo se desvaneció, pero su rostro sonriente se quedó dando vueltas en la cabeza de Massmann.

—¿Crees que lo consiga? —preguntó Bates, encendiendo un cigarrillo.

—Oh, Joce, estoy seguro de que conseguirá eso y mucho más.

El barrio volvía a la normalidad: la grúa emprendía la retirada, la muchedumbre se había dispersado. Lo único que faltaba era cerrar el techo del taller.

Eso y otra cosa.

Massmann se volvió hacia Jocelyn Bates.

—Tengo hambre —le dijo—. ¿Almorzamos? 

 

(Foto de Eddie Jones)

 

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Mi propósito es entretener, sorprender y ocasionalmente hacer reflexionar. Hazme saber en qué grado lo he conseguido.

JUAN CATALDO

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