Jueves, marzo 1, 2018

Caleta estaquilla

Habían pasado varios días desde la ultima vez que hundí los pies en la arena y me estaba sintiendo inquieto de ver cómo el sol se ponía cada tarde entre los montes, sin pena ni gloria, cuando decidí hacer algo.

Temas: lugares, viaje.

Sabía que me encontraba a medio camino entre Puerto Montt y el Océano Pacífico, pero no guardaba grandes esperanzas de encontrar alguna playa a una distancia razonable y a la que pudiera llegar sin que el auto se partiera en dos. Vaya que estaba equivocado.

Porque bastó que abriera un mapa y proyectara una línea desde donde estaba hacia el poniente, para que diera con una pequeña aldea ubicada en la entrada a una península. La ubicación prometía playas y acantilados con la espalda apoyada en los campos de la Región de Los Lagos, todo apenas a una hora de camino desde donde me encontraba. No quedaba claro el estado de la ruta, pero me sentí dispuesto a correr el riesgo. Una búsqueda rápida reveló algunas imágenes que apoyaban mis expectativas y un nombre: Caleta Estaquilla.

A eso de las 16:00 tomé mi equipo y salí, dejando atrás una nube de polvo, en dirección al océano y la hora dorada. El sol iba a ponerse alrededor de las 20:30, así que debía sobrarme tiempo para explorar el lugar.

Salvo los últimos cuatro o cinco kilómetros, el viaje desde Los Muermos transcurrió sin contratiempos, a lo largo de un camino asfaltado y liso que el auto atravesaba con suavidad. Cerros cubiertos de verde competían por mi atención con granjas pintorescas que asomaban detrás de cada curva.

El ratatac del ripio contra las ruedas interrumpió la paz, pero eso no me importó cuando al fin dejó de haber cerros detrás de los cerros y en vez de eso apareció la inconfundible textura del mar, relajante en su mera presencia. 

Se me escapó un “guau”, lo reconozco. Era hora de abrir los regalos. Estacioné y empecé a caminar.

Caminitos ondulantes recorrían la aldea, tejiendo un enmarañado que bajaba desde los bosques en los cerros, pasaba por casitas cubiertas de zinc y terminaba en la playa misma.

Mirando al norte, la costa ofrecía una magnífica demostración del poder de la erosión, con playas cortas y estrechas enmarcadas por imponentes acantilados, formaciones rocosas altísimas y un sinnúmero de bóvedas pétreas. Frente a mis propios ojos, el mar insistía en deformar la costa, azotándola con potentes olas.

Mi intención era dirigirme al norte, a las demás playas para —quizá— captar la puesta de sol a través de uno de los arcos de roca, pero lo accidentado de la línea costera me cortó el paso. Era imposible seguir avanzando sin meterse al agua, y no estaba preparado para eso. Sin embargo, todavía quedaba tiempo. ¿Qué hacer? Volví a revisar el mapa.

Como sospechaba, la imagen satelital reveló unas hebras finísimas que parecían descender a esas playas desde un punto del camino que me había traído.

Tomé el auto y me dirigí a mi nuevo destino, con un ojo en el mapa y el otro en las camionetas que pasaban a mi lado a toda velocidad. A poco andar las cosas se volvieron extrañas.

Primero un portón abierto, que atravesé sin detenerme. Me hizo pensar: ¿Por qué existiría tal cosa en una ruta pública? No recordaba haber pasado un aviso que prohibiera el paso, aunque eso no probaba nada. Más adelante el camino se hacía cada vez más estrecho, hasta convertirse en una simple huella. Cobertizos abrían sus puertas casi sobre él. Con ínfulas de terrateniente, un chanchito pasó por delante, obligándome a frenar.

¿Estaría invadiendo propiedad privada? Como no había a quien preguntar, mi única opción era seguir adelante.

Unos pocos metros después encontré dos camionetas estacionadas en lo alto de una loma. Desprovistas de ocupantes, ofrecían la seguridad del rebaño. Me estacioné junto a ellas, dispuesto a continuar a pie. A veces es necesario seguir a la masa para escapar de una situación incómoda.

No había camino más adelante, pero sí un prado inmenso que subía y bajaba en lomas suaves, salpicado de árboles torcidos o muertos. Como me encontraba en lo alto de los acantilados, podía ver a lo lejos la extensión de la costa, interminable. Había senderos para bajar a las playas, pero el sol se aproximaba ya al horizonte, oscureciéndolas. Decidí permanecer en terreno alto.

La tarde era deliciosa. El prado invitaba a tenderse y dejar que el resto del mundo se desvaneciera en la brisa, pero preferí seguir caminando. Después de todo, aún no sabía si estaba ahí en calidad de visitante o invasor.

Alcanzando lo que sería el extremo norte de mi caminata, encontré una saliente coronada por un banco y una mesa rústica que parecían gritar: “¡La próxima vez trae café!”. Sentado ahí pude observar el resto de costa que no alcanzaría a visitar ese día.

Aunque el sol se zambulló en el horizonte en una forma francamente insulsa, me sentí satisfecho. Había encontrado, gracias a un mapa, un lugar oculto y bello que capturé durante toda una tarde con mi cámara.

Sonidos de bocinas en la distancia anunciaron que el resto del rebaño me abandonaba, de manera que había llegado el momento de volver o quedarme aislado en caso de que alguien decidiera cerrarme el paso. Tomé las últimas fotos y comencé a desandar la ruta, ya en penumbra. Al acercarme divisé una figura parada junto al portón, con clara intención de cerrarlo. Exhibí mi mejor sonrisa, saludé y crucé despacio, sin que la figura me detuviera. 

Aún no sé bien dónde estuve y si hice algo malo, pero tengo claro que algún día volveré a atravesar ese portón. ✦

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