La pasada
Esa tarde soleada de fines de verano invitaba a estar cerca del agua y me pareció que daba igual si venía en forma de océano, lago, o río.
Temas: relato, pseudoficción, lugares, viaje, horror.
Me costó un poco tomar en serio el nombre del pueblito justo al frente de Maullín, cruzando el río homónimo. ¿”La Pasada”, ahí donde la gente atraviesa el río arriba de una barcaza? Qué denominación más simple y directa, casi demasiado divertida como para ser cierta. Lo había conocido muchos años atrás, aunque estuve apenas unos minutos y todo lo que vi fue el embarcadero.
Pero esa tarde soleada de fines de verano invitaba a estar cerca del agua. Me pareció que daba igual si venía en forma de océano, lago, o río y pensé que, si caminaba desde el embarcadero por la ribera, podría alejarme de esas toscas construcciones de acero y cemento hacia un destino más agreste y por lo tanto más interesante.
Tan pronto como me estacioné, un hombre de aspecto curtido se acercó para preguntarme si venía en compañía de cierta señorita, cuyo nombre no reconocí ni recuerdo. Cuando le aseguré que estaba solo y que él se había confundido, se alejó contrariado, presumo que de vuelta al bar.
Dejé el auto a un costado del camino que los vehículos atraviesan para subir a las barcazas y empecé a caminar hacia el poniente, por la orilla del río. La arena era oscura y lodosa, sembrada de restos de algas y otros desperdicios, diferente a la que estaba acostumbrado. Tendidos sobre un costado, los botes frenaban mi avance con sus amarras, recordándome que no estaba en una playa de relajo y descanso.
Frente a mí, en la otra orilla, la ciudad de Maullín cubría la línea del horizonte con sus casas dispuestas como un rompecabezas multicolor, entre las que asomaba la iglesia. En primer plano, un gran dique rojo dominaba la escena.
Seguí avanzando por la ribera, que se fue ensanchando conforme el cauce giraba hacia el norte. La extensión de la arena era tan grande que el propio río quedaba aplastado por la perspectiva en la distancia.
El murmullo urbano se disipaba conforme el sol descendía y yo me alejaba de la carretera principal. La quietud de la ciudad daba lugar a un sosiego más profundo, que en ese momento no pude explicar. No se trataba de lo puro, lo salvaje, lo inmaculado por el ser humano, porque en torno a mí había abundancia de objetos con su marca como botes, redes y casas de lata. Era algo diferente, algo que yo todavía no entendía.
No había fuentes de iluminación artificial, de manera que temí ser incapaz de encontrar el camino para volver, una vez que la playa se sumergiera en la oscuridad de la noche. Comprobé mi reloj y apuré el paso.
Examiné las redes. Eran irregulares, estaban amarradas a botellas y otros materiales de desecho. Entre ellas se erguían ramas de árboles muertos hacía mucho, enterradas a medias, como dedos de manos cadavéricas que saludaban al cielo crepuscular. Las casas a la orilla del camino debían haber sido construidas con partes recogidas de entre los restos de una demolición, justo antes de partir al vertedero. Un automóvil, cuyo color azul brillante había sido alguna vez el orgullo de alguien, yacía ahora tumbado sobre su techo, herrumbroso, con las ruedas desnudas al aire. Parecía haberse resignado a que el destino de sus latas viejas fuera el de parchar cercos, muros y techos. De entre todo eso sólo los botes, con sus quillas fulgurantes bajo la luz dorada del atardecer, daban una impresión de vitalidad y juventud.
Debajo, en cambio, el suelo negro se recogía ante mis pisadas, vibrando en acordes de vejez, obsolescencia y muerte. Un canto arrullador completaba la canción, invitándome a quedarme. Por eso, aunque temía que entre un paso y el siguiente la arena cediera y yo cayera a las profundidades putrefactas para ser sometido a un macabro reciclaje —al igual que los objetos a mi alrededor—, sólo podía seguir internándome en la oscuridad, cautivado por la paz que prometía el desvanecerme en la nada.
Habría seguido así por horas, o una eternidad, si no hubiera sido por los gritos. Gritos que venían desde muy lejos, emitidos por niños que corrían aprovechando los últimos minutos del día, jugando. Porque existía un fallo en la estrategia de la playa para atraparme en su decadencia, y el fallo era la vida misma que contenía. Los niños jugando, un pescador desmontando el motor de su bote por la noche que se avecinaba, su mujer acarreando algas en una carretilla, avanzando en silencio hacia la hilera de casas. La vida, esa fuerza inagotable que sigue adelante a pesar de la herrumbre y los desperdicios y el hedor de una playa sucia al atardecer. La vida, que se levanta con el orgullo de un bote recién pintado, fulgurante entre restos de árboles muertos.
Así que seguí adelante, buscando el mejor lugar para capturar la reunión diaria del sol con el horizonte. La arena se enfriaba, el aroma de fuegos nuevos en cocinas viejas se colaba en mi nariz y las sombras crecían, misteriosas. Descubrí que seguía atento a cualquier grieta que pudiera ocultarse entre ellas para atraparme, pero a pesar de eso, mis instintos fueron incapaces de percibir la figura que se acercaba antes que fuera imposible evitar un encuentro.
El hombre se había bajado de un bote cercano, simplemente curioso por saber qué hacía yo ahí con una cámara. Hablamos de las cosas que hablan dos desconocidos cuyas vidas se cruzan en la ribera de un río al atardecer, y que nunca volverán a verse. Nos preguntamos qué diferencias existen entre las puestas de sol en océanos y ríos, y aunque no pudimos señalar alguna, quedamos convencidos de que no eran iguales. Me preguntó de donde había venido; yo no quise preguntarle sobre su vida para no hacerle sentir como la atracción del reportaje de un periódico en día domingo. Cuando se alejó, de vuelta a su faena, el contacto humano había restaurado mi conexión con el mundo. Las arenas eran más sólidas, las casas de lata habían adquirido cierta regularidad y la ciudad me llamaba de vuelta.
El tiempo se había acabado. Era hora de retornar.
Las sombras individuales se habían aglutinado en una mayor, que lo cubría todo. Avancé vacilante por la arena, intentando inútilmente encontrar mis pisadas. Más de una vez debí cambiar de ruta para no hundir los pies en el agua, alertado por el creciente chapoteo de mis zapatos. El cielo había adquirido un color azul tan intenso y uniforme que debí detenerme para hacer algunas capturas más antes de seguir, orientado ya únicamente por las luces de Maullín.
Dejé salir un suspiro cuando al fin alcancé el extremo iluminado del camino. Me introduje en la luz igual que un náufrago emerge desde la profundidad del océano, aliviado de evitar un destino irreversible. Un poco más allá estaba el embarcadero, lejos de la ribera fangosa en que vivían personas atrapadas en el paso entre la vida y la muerte.
En ese momento apareció la luna llena, pero el frío entendimiento que me invadió hizo que la realidad se cerrara en torno a mi cabeza, adueñándose de mi atención. ¿Qué tal si La Pasada no era un nombre gracioso que se refería a un lugar conveniente para atravesar el río Maullín? ¿Qué tal si sus primeros residentes conocieron ahí una peligrosa paz que los llamaba a adelantar el tránsito a la ribera eterna y por eso escogieron ese nombre, como advertencia?
El ladrido de unos perros me atravesó el cuerpo como una onda de choque. Mi respiración se detuvo ante la visión de unas fauces sanguinolentas, agazapadas entre las casas cercanas, esperando, implacables como las barcazas.
Corrí los últimos metros hasta encontrar mi auto en la calle desierta, iluminada por la luna. Pasé los dedos por el húmedo metal para estar seguro de su presencia, mientras recuperaba el aliento y daba tiempo para acercarse a quien quisiera salir de un bar cercano. Me habría encantado responder alguna pregunta absurda aunque estuviera entonces solo, en plena calle, en mitad de la noche, en un pueblo desconocido. Nadie vino, y todo permaneció en silencio hasta que puse en marcha el motor y conduje hacia la orilla para dar la vuelta. Desde ahí pude ver todas las barcazas, alineadas a un costado del embarcadero, esperando el inicio de la jornada siguiente. Se veían vacías y oscuras, oscilando apenas en las quietas aguas. Les eché un último vistazo antes de hundir el pie en el acelerador, aliviado de alejarme sabiendo que, al menos esa noche y en esa orilla, ningún barquero esperaba a un pasajero para su viaje final. ✦