Cómo vencí mi reticencia a escribir
Ciertos susurros motivan más que los gritos de un instructor.
Alguien dijo que lo que ha resistido durante diez años puede venirse abajo en cinco minutos. Tenía razón, por supuesto, aunque su observación habría sido más útil si hubiera analizado además el cómo.
Tendemos a creer que los grandes cambios son producto de grandes estímulos, pero la realidad nos desmiente. Cuando se trata de construcciones tan perdurables y resistentes como nuestras formas de pensar (para constatarlo intenta hacer cambiar de opinión a alguien, independiente de su sexo o edad), el catalizador más poderoso resulta ser, con frecuencia, un evento insignificante.
Eso fue lo que me ocurrió una tarde ordinaria de enero de 2021, mientras leía un viejo relato de ciencia ficción escrito por Clifford D. Simak.
Ah, Clifford, ya capté hacia dónde vas con esta historia, —pensé, sobrecogido—. La cognición de estos exploradores, quienes no logran entender el origen de la chatarra que han encontrado en este planeta, ha sido afectada por algo en el ambiente. ¡Su desorientación les ha llevado a desmantelar su propia astronave, convirtiéndola inútilmente en chatarra, como unos chiflados, y ahora inventan toda clase de explicaciones fantásticas para justificar la procedencia de los restos!
¿No era acaso un destino terrible para esos desafortunados astronautas, y una historia fascinante de parte del autor?
Pero me equivocaba. El relato no contenía aquel desenlace. Esos brillantes astronautas no se habían convertido en unos idiotas. La chatarra era solo eso: restos de otra astronave que se había estrellado allí. La explicación para el misterio era mundana y artificiosa.
Sin embargo, mi premisa (astronautas descubren con horror que la chatarra que han estado estudiando es en realidad su propia nave espacial y por lo tanto están varados y posiblemente no recuperen la razón) era sólida; el twist ending ideal para cualquier relato con elementos de ciencia ficción, misterio y algo de thriller psicológico.
Este evento insignificante, en cinco minutos, echó abajo una construcción mental de más de diez años: mi resistencia a escribir.
Durante demasiado tiempo había sido yo uno de los que juegan con la idea de escribir ficción, hablan de ello, se preparan, lo estudian, tienen ideas, pero no lo hacen. O lo hacen carentes de una voluntad capaz de motivarlos a continuar hasta el final. Ya sea por esperar a saber un poco más, o porque se intimidan ante las capacidades de los grandes maestros, lo cierto es que nunca pasan de lo teórico. No arriesgan para no perder.
Pero, conforme se diluía el mal sabor que me había dejado el relato de Simak, permanecer en dicha «zona segura» se volvía cada vez más difícil. ¿Cómo ignorar tanto potencial desperdiciado? Alguien debía hacer justicia a la idea.
Así que estaba claro. Yo sería quien escribiera esa historia. Emplearía solo dos personajes, me centraría en el misterio de la chatarra y le daría toques de comedia para contrastar el tono pavoroso de su desenlace. Tres días después completaba el primer borrador, cuyo título terminaría siendo Escuadrón de rescate. Con ello abandonaba la zona de los escritores teóricos.
Cuando estamos listos para cambiar, basta un empujoncito. Mientras lees esto piensa: esa pretensión que no te deja dormir ¿requiere demoler una firme construcción mental? Quizá todo lo que necesites sea la más suave de las brisas.
(Foto de Ian Simmonds)